Por Ernesto Edwards Filósofo y periodista @FILOROCKER
Por haber sido la fecha de su partida, cuando sobreviene cada 30 de julio de cada año es inevitable recordar al talentoso, prestigioso y profundo cineasta, dramaturgo y pensador sueco Ingmar Bergman, alguien que deberá ser recordado no sólo como notable realizador cinematográfico y director teatral sino también como excepcional escritor de sus propios guiones, los cuales siempre lo aproximaron a un discurso notoriamente filosófico. Situación que, a la manera de lo que sucediera recientemente con Bob Dylan, lo debería haber aproximado a ser reconocido con el Premio Nobel de Literatura. Posiblemente quedaría abierto algún debate acerca de qué podemos considerar como texto literario, pero en el caso de Bergman no deberían quedar dudas. El artista escandinavo forma parte del selecto listado de aquellos que fueron injustamente ignorados por la Academia Sueca, junto, entre otros, a Jorge Luis Borges, Leonard Cohen y Umberto Eco entre los ausentes, y a Woody Allen, Roger Waters y Stephen King entre los que aún se mantienen activos.
En el orden de los objetos culturales, la cinematografía ocupa un lugar destacado, que le ha permitido desde sus orígenes ser el adecuado soporte para la transmisión de multívocos mensajes, como el filosófico. Bergman se ha destacado claramente por ello. Porque, en sentido amplio, el realizador puede considerarse y ser interpretado como un filósofo, si recorremos su vasta obra, concebida entre 1944 y 2003.
Ernst Ingmar Bergman (1918 – 2007) fue hijo de un pastor luterano, y no es un detalle menor. La rigurosidad de su educación incluyó el sobredimensionamiento de nociones religiosas como el pecado, el castigo y el perdón, conceptos y abstracciones que aparecerán reflejados en su obra fílmica, especialmente en “Fanny y Alexander”, en la que el niño protagonista de la historia probablemente fuera el alter ego de Bergman. Asimismo cuestiones eminentemente filosóficas como la muerte y la existencia de Dios estarán siempre presentes en su obra. Otro detalle que no pasa desapercibido fue su titulación universitaria en Letras e Historia del Arte. Tampoco que fuera ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera en tres oportunidades, con “La fuente de la doncella” (1961), “Como en un espejo” (1962) y con la citada “Fanny y Alexander” (1984). No debe dejar de mencionarse que aún con su rígida educación religiosa se consideraba ateo. Ni de que sus grandes influencias a la hora de escribir sus guiones fueran los autores teatrales Henrik Ibsen y August Strindberg, y en lo filosófico, el danés Soren Kierkegaard, cargando sus historias con una visión desesperanzada, con personajes protagónicos que se internan en un recorrido existencial de autoconocimiento, en busca de responder las grandes preguntas y de resolver los primeros enigmas y los últimos misterios, en un juego metafísico de almas torturadas e iluminaciones postreras.
Siempre ofrece complicaciones asociar los nombres de determinados artistas que están indisolublemente vinculadas a un género musical, y hacerlo con otro. Pensemos en que a nadie se le ocurriría imaginar a Woody Allen sin musicalizar sus películas desde el Jazz. Lo propio parecería con el gran cineasta sueco Ingmar Bergman despojándolo de la música clásica. Y sin embargo, está el rock. Y pensémoslo no sólo desde lo más lineal, que sería el soundtrack de un filme, sino también del lado de todo lo que pudo haber inspirado el propio Bergman en el particular universo rockero. Recordemos que alguna vez declaró que sólo la música le dio la oportunidad de revelar sus emociones. Y que el cine es como el sueño, el cine es como la música. De allí su relevancia para este realizador.
Vayamos entonces a lo que él pensaba del rock y qué incidencia tuvo en su filmografía, y qué provocaba el propio cineasta en el universo rockero. Como gran conocedor de todos los secretos del cine, Bergman sabía que cada sonido tiene su significado y que también los silencios connotan sentido. Su presencia o ausencia siempre fue una cuidada decisión, consecuencia de una intención dramática del realizador, apuntando a cargar emocionalmente cada escena, buscando, al mismo tiempo, un efecto estético. No será casual, entonces, encontrarnos con una música incidental que configurará el contexto y la psicología de sus personajes.
El propio Ingmar Bergman era músico y buen intérprete del piano. El compositor de música clásica más presente en su obra fue Johann Sebastian Bach. Pero tampoco sorprendía escuchar de fondo al jazz, sobre todo cuando buscaba crear un clima de cierta superficialidad e impulsividad, como contraposición a la sensibilidad que pretendía instalar en la psicología de los que la escuchaban en ciertas escenas. Pero, y aquí viene la relativa sorpresa, Ingmar Bergman no era un improvisado respecto de un género musical que se impondría, como una cuestión actitudinal, en casi todo el mundo occidental. Puntualmente, en “De la vida de las marionetas” (1980, pleno período del after punk), si prestamos atención, el personaje principal, en una noche de insomnio, para trasuntar su turbación, escuchará una melodía, que aunque no aparece acreditada, es muy similar a lo que hacía Led Zeppelin. Acerca del rock, por si todo fuera poco, recobra trascendencia sus declaraciones de 1971, cuando reconoció que acostumbraba escuchar a los Rolling Stones a todo volumen.
Como no podía ser de otro modo Bergman llamó la atención del mundo del rock. Probablemente suenen lejanos a nuestros oídos el siguiente listado, que sin embargo son una muestra de cómo influyera Bergman en distintas vertientes y expresiones rockeras, algunas de corte electrónico, inspirando canciones que en cada lugar de origen tuvieran su repercusión. Son ellas: “Ingmar Bergman” (Alice The Goat), “Ingmar Bergman On The Window” (Jakko), “Ingmar Bergman” (Splac), “Ingmar Bergman In Dub” (Dubchek), “Ingmar Bergman Having A Bad Day” (Bronze Comet), “Another Ingmar Bergman Interlude” (Paul Roland), “Demons Of Ingmar Bergman” (Vobra) y “The Ballad of Ingmar Bergman” (Left Field). Mención especial para la ópera de pop – rock “La Seducción de Ingmar Bergman” (Sparks).
Muy cerca de Estocolmo, en el techo de la Iglesia de Tuby, edificada en el siglo 13, aún pueden verse algunas pinturas de Albrekt Pärlstikare, quien en 1480 mostraba una partida de ajedrez entre un hombre y la Muerte, de cuyo resultado dependerán la vida y su final. A ella se le atribuye haber influido a Bergman para filmar su obra maestra “El Séptimo Sello” (1957), en la que un caballero regresa de las Cruzadas junto a su escudero, encontrando a su país devastado por la peste. Y mientras irá desgranando sus interrogantes acerca del sentido de la vida, y exponiendo su concepción de un Dios distante y vengativo, el caballero le confesará que hizo todo su viaje de retorno acompañado de su peor enemigo: él mismo. Quizás como nos sucede a casi todos. Y fue así que Ingmar Bergman escenificó el arquetipo de la angustia existencial, esa que atravesamos cada vez que nos encontramos con nuestra conciencia de la inevitable finitud. Esa de la que saben tanto la Filosofía y también el Rock.