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U-852: el acto más brutal de un submarino alemán que avergonzó a los propios nazis

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El que fue uno de los actos de infamia más estremecedores del arma submarina germana comenzó el 13 de marzo de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Aquella tarde, el comandante Heinz-Wilhelm Eck, de tez huesuda y pómulos marcados, vislumbró desde el puente de su U-852 la silueta del ‘SS Peleus’. Atrapar y destruir al carguero griego no le supuso ni un suspiro. Fue una caza sencilla; otro día más en el trabajo. Lo que sí le llevó casi cinco horas fue la innoble tarea de ametrallar a los supervivientes del navío. Todo ello, con un solo objetivo: eliminar, en el sentido más literal de la palabra, las posibilidades de que los testigos informaran de su paradero a los aliados. 

Pero aquella barbaridad no quedó impune. Tras el conflicto y la caída del águila nazi, Eck y aquellos oficiales que habían participado en la matanza fueron interrogados, procesados y puestos frente a un pelotón de fusilamiento. ‘ABC’, que siguió de cerca el juicio, informó así de la sentencia el 21 de octubre de 1945 bajo el titular ‘Tres marinos alemanes condenados a muerte’: «Pena de muerte por fusilamiento para el comandante de la nave, teniente de navío Heinz Eck, para el capitán de fragata Augustus Hoffman y para el médico de la armada Walter Weisspfennig». De esta forma, el marino expiró su último aliento con el triste título en su hoja de servicios de ser en el único capitán de submarino germano ajusticiado por crímenes de guerra. 

Cambio de paradigma

Lo cierto es que la matanza perpetrada por Eck fue tan solo la guinda de una controversia que había nacido tras el bloqueo alemán a Gran Bretaña. En principio, y tal y como explicó en sus memorias Karl Dönitz –al mando del Arma Submarina del Reich primero, y de la Kriegsmarine después–, los sumergibles se regían «por las normas instauradas en el protocolo submarino de Londres de 1936» en lo referente a atacar mercantes:

«Un barco mercante, fuera armado o no, tenía que ser, tal como antes se hacía, tratado por el submarino como si este fuese uno de tantos barcos de guerra de superficie; o sea, había que darle el alto y proceder a su registro estando el submarino a flor de agua. En caso de que, según lo dispuesto en la regulación sobre presas, ya por la nacionalidad del vapor o por la carga que llevara, correspondiese proceder a su hundimiento, el submarino debía preocuparse previamente de poner a salvo a la tripulación, para lo cual no bastaba con situarla en los botes de salvamento del barco si el hecho ocurría en alta mar».

Los acusados, durante el juicio
Los acusados, durante el juicio – ABC

Los sumergibles solo quedaban exentos de esta norma en el caso de que los mercantes fueran escoltados por buques de guerra, tomasen parte en batallas o hubiesen sido reconvertidos en transportes de tropas. Huelga decir que estas y otras tantas leyes similares no agradaban a los capitales de los ‘U-Boote’ germanos. Y es que, hundir uno de estos buques ateniéndose a la normativa internacional les obligaba a desvelar su posición y ser un blanco idóneo para los convoyes enemigos. Quizá por ello, el ‘Führer’ prohibió los ataques contra navíos dedicados a la carga de mercancías durante el primer año de la guerra. Sin embargo, el paso de los meses y la necesidad de cortar la llegada de recursos hasta Gran Bretaña desde Estados Unidos le hizo cambiar de idea, como bien confirmó Dönitz:

«La progresiva anulación de las disposiciones restrictivas en la guerra submarina fue desarrollándose mediante una serie de órdenes que comenzaron con la autorización para hacer uso de las armas contra los vapores que utilizaban sus instalaciones radiotelegráficas, contra los que navegaban sin luces o contra los que estaban armados, hasta llegar a la autorización completa para atacar a cualquier barco al que se reconociera como enemigo. Se terminó por declarar zona de operaciones […] todo el espacio marítimo que rodeaba a Inglaterra».

La tensión se acrecentó todavía más en septiembre de 1942, cuando, tras hundir el británico ‘RMS Laconia’, el U-156 se dispuso a colaborar en las labores de salvamento de los casi dos millares de prisioneros italianos atrapados en el transatlántico que habían dado con sus huesos en las aguas. Durante el trabajo, un bombardero aliado lanzó su letal carga contra el sumergible. Aunque el comandante consiguió huir, aquello hizo montar en cólera a Dönitz, quien envió poco después la siguiente orden a sus hombres: 

«Toda tentativa de salvamento de personal de buques hundidos, así como el rescate de nadadores y recogida a bordo de pasajeros de botes de salvamento, remolque de los mismos, asistencia con comida y agua potable quedan suprimidos. El salvamento contradice las exigencias más primitivas de la ejecución bélica, que consiste en la destrucción de los barcos y las tripulaciones enemigas».

Muerte en el mar

Así estaba la situación para Eck aquel infausto marzo de 1944. Bien es cierto que no era un novato en lo que se refiere a navegar, pues se había unido a la ‘Reichmarine’ en 1934, pero la realidad es que no llevaba por entonces ni dos meses al mando del U-852. Para colmo, y según explica Theodore P. Savas en su magna ‘Silent Hunters: German U-Boat Commanders of World War II’, sus superiores le habían advertido de que su nueva nave era una de las más «grandes, lentas, pesadas y fáciles de hundir de todas los que estaban en servicio» y de que tuviera mucho cuidado con los restos de los buques que destruyera, pues podían localizarle gracias a ellos.

Cincuenta y cuatro jornadas después de aquellas premoniciones, en la tarde del 13 de marzo de 1944, Eck halló al ‘Peleus’ en aguas internacionales, frente a las costas de Liberia. Aunque el oficial lo desconocía, el carguero cubría el trayecto entre Freetown Río de la Plata. El U-582 navegaba en superficie cuando, a eso de las cinco de la tarde, el vigía dio el aviso. «¡Alarm!». La persecución se extendió hasta las ocho menos cuarto, cuando, tras asegurarse de que haría blanco, el comandante disparó dos torpedos sin sumergirse. No había razón para hacerlo, pues el navío no suponía una amenaza real. Ambos impactaron de lleno en las bodegas del bajel. «La detonación fue impresionante», afirmó, tras la Segunda Guerra Mundial, el comandante.

El ‘Peleus’, condenado, se fue a pique como una inmensa roca inerte. Aunque todavía tuvo la amabilidad de resistir sobre las aguas los minutos necesarios para que la tripulación –entre 35 y 39 hombres, según las fuentes a las que se acuda– se arrojaran al mar. Narra Savas que la inmensa mayoría de los marineros no tuvieron tiempo de ponerse el chaleco salvavidas, así que se agarraron a cualquier deshecho del buque que flotara y –en el caso de los más afortunados– se subieron a las pocas lanchas de emergencia que lograron estibar. Los gritos y las peticiones de ayuda coparon al instante el aire y llegaron, sin duda, hasta el puente del U-852. Pero a Eck no parecieron afectarle. El comandante tan solo recogió a un superviviente, y para interrogarle.

Dönitz, durante los juiciios de Núremberg
Dönitz, durante los juiciios de Núremberg – ABC

Nada parecía indicar que se fueran a transgredir las normas internacionales. De hecho, el segundo oficial de guardia, el teniente Augustus Hoffman, informó al prisionero de que iba a ser depositado en una de las barcas y de que los supervivientes serían recogidos en las próximas jornadas por buques británicos. En el puente de mando se hallaban, por entonces, varios miembros de la tripulación: el primer oficial Colditz, el ingeniero jefe Lenz y el médico de abordo Weisspfennig. Aquello parecía normal. O, más bien, todo lo normal que es acabar con un mercante en mitad de ninguna parte. Sin embargo, en pocos minutos la situación dio un giro siniestro cuando Eck informó a sus hombres de que aquellos lanchones eran un reclamo para el enemigo y ponían en peligro al U-582.

Para asombro de varios de los tripulantes del submarino, Eck ordenó entonces subir dos ametralladoras desde el corazón del U-582, ubicarlas en la barandilla de popa y… hacer fuego sobre las balsas. Aunque el comandante siempre defendió que no exigió asesinar a los náufragos, lo cierto es que era algo implícito. Lo que siguió fue una vorágine de disparos durante más de cinco horas; una locura que se extendió en el tiempo por la imposibilidad de hundir, a golpe de bala, las barcas. Los responsables de apretar el gatillo fueron Weisspfennig y Hoffman. Por si fuera poco, cuando vieron que aquello no era efectivo pasaron a lanzar granadas. Solo hubo cuatro supervivientes, y algunos, como Agis Kephalas, sufrieron severas heridas de metralla.

Declaración

A Eck no le sirvió de nada aquella locura. Poco después fue cazado y encarcelado por los británicos en espera de juicio. Su declaración en Núremberg fue publicada por ‘ABC’ el 21 de octubre de 1945. Y lo cierto es que no podía ser más esclarecedora. En palabras de este diario, el teniente de navío confirmó que «su tripulación recibió la orden de ametrallar a los supervivientes y hacer desaparecer todo el rastro del vapor enemigo griego», hundido mediante «un torpedo magnético». Con todo, se defendió arguyendo que su actuación «fue legítima desde el punto de vista militar, ya que la aparición de supervivientes o de restos del naufragio hubiera atraído a otros buques y o aviones al lugar del suceso y hubiera hecho peligrar la seguridad del submarino».

Y no se detuvo en ese punto, sino que añadió que había actuado de esa forma movido por el miedo a que su nave fuese destruida sin piedad. Así lo narró ‘ABC’:

«Eck manifestó que le habían inducido a seguir esa actitud las noticias que tenía de lo ocurrido a sumergibles que llevaban a bordo a los supervivientes de torpedeamientos. Uno de esos sumergibles –dijo–, en el que iban mujeres y niños que viajaban en un barco hundido por él, fue avistado en superficie por un avión adversario. Dio cuenta de que llevaba supervivientes y de que no debía ser atacado; el avión se alejó, pero más tarde volvió sobre le submarino y este tuvo que arrojar al agua a los supervivientes y sumergirse con daños».

El comandante también insistió en que, durante la Primera Guerra Mundial,fueron muchos los botes salvavidas ametrallados por ambos bandos. En todo caso, fueron palabras en balde, pues fue condenado a muerte junto a Hoffman y Weisspfennig. El resto de los marinos presentes aquel día en el puente tuvo más suerte y se salvó del pelotón de fusilamiento, aunque no de la cárcel. El caso fue tan sonado que llegó a oídos de Dönitz tras el conflicto. Y el mandamás, aunque intentó defender a Eck, admitió que aquello había sido una verdadera locura: «No puedo aprobar la conducta del comandante, porque el soldado no debe apartarse de las normas fundamentales consuetudinarias de la manera de hacer la guerra».

Manuel P. Villatoro

Fuente:abc.es

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