Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista @FILOROCKER
La vejez es un existenciario del que se han ocupado vastamente tanto la Filosofía como el rock
En exactamente doscientas semanas consecutivas hemos recorrido desde esta Columna de Opinión diversos tópicos filosóficos organizados en torno a un mismo eje, vertebrándose y difundiéndose a través del rock tomado como soporte y herramienta que configura un excepcional Objeto Cultural pasible de multívocas lecturas que permiten aproximarnos a una interpretación de la realidad por la que transita el ser humano. El tema de hoy es la vejez. Si se accede a ella, seguramente será la culminación y el final de la vida de cualquiera.
La filosofía nos facilita reflexionar acerca de un capítulo de vida que no es otro que el epílogo de cada historia personal. Sí, el último. Así de simple y duro. De cómo nos posicionemos frente a esta circunstancia, resultará nuestra última imagen -la cual quedará a la vista de todos-, y también el legado propio, si lo hubiera. Y experimentaremos satisfacción por el trayecto, o esperanza si hay alguna creencia religiosa, o resignación por lo inmodificable. O desesperación, si la sensación frustrante es haber desaprovechado el tiempo y la idea es que todo se termina irremediablemente, y no habrá nada más.
Esta problemática de la vejez se vincula con la muerte, la depresión, el tiempo y la locura, cuestiones que también ya hemos desplegado en estas notas. ¿Pero qué implica? ¿Los rockers llegando a viejos? Sí, pero no sólo. Entonces, ¿qué es la vejez? ¿Cuándo se llega a viejo? ¿Sirve como parámetro la llegada del período jubilatorio? ¿O no retirarse nunca podría convertirnos en eternamente jóvenes?, como parecen hacernos creer algunas bandas y solistas del universo rockero. Seguramente no tendremos respuestas de validez universal para todos estos interrogantes, y la contestación habría que darla para caso en particular. Pero la regla general es que los años pasan para todos. Y que la vejez no tiene buena prensa, toda vez que se la asocia con la lentitud, el deterioro y la debilidad. Y con la inminencia del final.
Desde las revistas de la sala de espera de algunos consultorios, en los ochentas, se comenzaba a insistir con una idea, bastante discutible, de que la edad o la juventud son un estado de ánimo. Y, también, eso de que tales años son los nuevos cuales (“los cincuenta son los nuevos cuarenta”, por ejemplo), sustentado quizás en que los avances de la ciencia y la medicina propiciaban una prolongación de la vitalidad, acompañados de una tendencia a una vida más cuidada y metódica, como si ello asegurara una extensión de la garantía. Aunque por entonces no se focalizaba demasiado en el desgaste que ya provocaban el estrés y el alto nivel de competitividad y consumismo en la cotidianeidad contemporánea.
Recordemos que en sus comienzos los máximos exponentes del rock no llegaban a viejos. O se morían trágicamente antes de los treinta -víctimas de descuidos o de excesos-, o simplemente todavía no habían llegado a los cuarenta. Pero el tiempo hizo lo suyo. Y algunos llenaron su final de patetismo, como el gran Chuck Berry -perdido y desorientado sobre los escenarios-, o envejecieron con gracia y dignidad, como el legendario baterista Charlie Watts. En la Argentina, unos cuantos de los pioneros accedieron a un lugar de respeto por su cuidada trayectoria. Nebbia, Moris, Cantilo, Soulé y tantos otros así lo confirman.
Hace diez años se exhibía en la Gran Vía madrileña la obra “Forever Young”. Tiempo después fue estrenada, con adaptación a la argentina, en el porteño teatro El Picadero. El autor de esta nota no se resistió a ver ninguna de las dos versiones.
“Forever Young”, del nórdico Eric Gedeon, es un musical en clave de comedia dramática digno del Broadway neoyorkino, pero despojado y minimalista, donde lo que predominan es la historia y las voces, en el marco de una selección musical inolvidable, con forma de espectáculo teatral de alto nivel y calidad, de dos horas de duración, con una exacta dosificación del humor –no es fácil tener buen gusto para hacer chistes sobre la inminencia de la muerte-, y que con una dirección precisa pudieron pintar la historia, ambientada en 2050, de seis ancianos en un geriátrico, maltratados por una grotesca enfermera, que reviven, noche a noche, a partir de la mejor música del pop y rock and roll del pasado siglo XX.
En la versión argentina tuvimos a seis “viejitos”: Gaby Goldman, pianista y compositor que apenas puede respirar; Wally Canella, ex-discípulo de Pepe Cibrián; Melania Lenoir, ex-chica de tapa devenida cantante; Cristian Giménez, actor clásico y pareja de Mariela Passeri, niña prodigio surgida de «Festilindo»; y Germán Tripel, «Tripa», ex-integrante de Mambrú. La idea fue que los personajes son ellos mismos, pero en el 2050.
Una de las particularidades, que son muchas, es que la obra no presenta una historia clásica. Se trata de las personalidades de estos ancianos conviviendo, actuando para sí mismos, cantando, jugando… tratando de ser por siempre jóvenes. Imposible, claro. La versión nacional tenía una setlist propia que recorría buena parte del rock argentino. Y conservaba lo mejor del listado original, creando con estas famosas canciones la falsa ilusión de un tiempo constante, sin agotamientos ni cansancios.
Sobre el cierre el anciano ex hippie y guitar hero del geriátrico (quien habría acompañado a los más grandes rockers de su generación) dejaba su mensaje: “Señoras, señores, este mundo está lleno de gente de todo tipo. Blancos y negros. Buenos y malos. Y aunque, en muchos aspectos, todos somos diferentes, lo cierto es que todos tenemos algo en común: todos envejecemos. Y la verdad, y lo digo por propia experiencia, envejecer no es una fiesta. Así que, cuando alguien les diga que hay un más allá, no le hagan caso. El más allá está aquí. Es este. Sin ensayos, en un único plano secuencia de una sola toma. Así que no lo desperdicien, vivan cada momento y, por favor, no dejen que nadie les amargue la vida”. Cabe aquí citar al insigne Horaciocuando recomendaba “Carpe diem”. Es decir, aprovechemos el día porque, como ya sabemos, cada instante puede ser el último. Y, con los años, el cuerpo y quizás la mente tendrán fecha de vencimiento.