Por Ernesto Edwards /Filósofo y periodista @FILOROCKER
Nuestras Malvinas a través del rock y el cine. Y a 40 años de la guerra, desde una experiencia personal
Hace muchos años el autor de esta Columna ya había recorrido, por diferentes motivos, en buena medida casi toda Europa occidental. Sin embargo, me resistía a conocer Reino Unido a partir del rechazo que me provocaba asociarlo a lo que sigue siendo el caso de nuestras Islas Malvinas. Mis ancestros galeses me provocaban la ambivalencia de querer llegar al pueblito de Abergavenny, a pocos kilómetros de Cardiff. Para hacerlo podría haber tomado vuelos directos que evitaban pasar por Londres, pero no parecía un itinerario lógico. Fue así que recién en 2007, junto a mi hijo, decidimos llegar por primera vez a la capital del Imperio y comenzar a recorrer gran parte de la isla británica, porque -además-, experimentábamos la irresistible atracción de llegar al interior, en humilde peregrinación a la ciudad portuaria de Liverpool, esa misma donde a finales de los 50´comenzó la magia de The Beatles.
Fue en ese viaje de descubrimiento que se me revelaron cuestiones que no imaginaba, que no conocía. Fue tomar contacto directo, presencial, por primera vez con la gente, en sus calles, en sus pubs, en sus bibliotecas, en sus trenes, en sus buses, y sorprenderme con que, al enterarse de nuestra nacionalidad argentina, nos decían cosas tales como “Malvinas Islands are Argentinian”. Sí, así, “Malvinas”. No se imaginan cómo me irritó, durante años, leer o escucharlos, en los medios británicos, a políticos y funcionarios referirse al tema como las “Falcklands”. Y que la gente de a pie de Inglaterra nos dijera “Malvinas” fue un alivio, una liberación. Desde ese año, salvo el período más restrictivo de la pandemia, casi no hemos dejado de ir a Gran Bretaña.
La guerra de Malvinas, de la que se están cumpliendo exactamente cuatro décadas, fue descrita por los rockers casi como precisos cronistas de su tiempo, devenidos en filósofos existencialistas. También por cineastas jugados y audaces. Sabemos que el filósofo comienza su reflexión a causa del asombro que le provoca el mundo, pero con la duda, su mirada se repliega hacia él mismo, y esa reflexión llega a su forma más trágica cuando toma conciencia de sus situaciones límite, como la guerra, motor de las concepciones más nihilistas y escépticas.
Fue recién en 1982 que vivimos una guerra en carne propia. En el amanecer del 2 de abril, desde nuestro patriotismo ingenuo, desconociendo los principales horrores del Proceso militar -ya derrumbándose-, nuestra atención y emociones comenzaron a girar en torno de la recuperación de nuestras Islas Malvinas, ocupadas de facto por Gran Bretaña desde 1833. Y todo, en el medio de una guerra absurda. Con pequeños, anónimos héroes, con más valentía que instrucción militar. Por esos días, mientras estaba cursando mis últimas materias de Filosofía en la UNR, Malvinas nos llevó a los argentinos a unirnos en torno a un objetivo nacional. Y, aún sin saberlo, a preparar el regreso a la democracia, luego de años de represión, en los que pensar (o hacer Filosofía) o estaba prohibido o era considerado sumamente peligroso por el régimen.
En ese prolongado período que censuró y persiguió abiertamente al rock como manifestación de una contracultura considerada de riesgo para la dictadura, Malvinas propició, a partir de la prohibición de difundir la música en inglés, el resurgimiento de un movimiento rockero nacional impedido, hasta entonces, de expresarse en plenitud. Por entonces, lo que después se llamaría “la Trova rosarina”, se vería favorecida con la irrupción de Juan Baglietto y con notables autores como Fito Páez y Jorge Fandermole. Y, también, de todo aquello que fuera Rock Nacional.
En el medio de la guerra, J. L. Borges publica “Juan López y John Ward”, como metáfora del argentino y el inglés combatiendo en Malvinas: “…Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”. Y Roger Waters, por entonces involucrado en campañas antibelicistas, en “Two suns in the sunset”, casi al mismo tiempo, respecto de Malvinas, nos advertía que “tal vez la carrera humana se haya terminado, y aunque nunca oirás sus voces ni verás sus caras, enemigo y amigo, todos éramos iguales al final”. Y esa letra conmovía, toda vez que ya me había reconciliado con el ciudadano inglés, aquel que reconocía la brutalidad y crueldad de sus propios dirigentes.
En un listado que siempre conviene repasar, en 1978 León Gieco graba una canción asociada a Malvinas, aunque fue compuesta por una inminente guerra con Chile: “Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente. Es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”. Miguel Cantilo, pensando en Margareth Thatcher, decía: “Señora violencia, con ubres de petardo, palabra lanzallamas, y razón criminal. Arquitecta del miedo, edificado a fuego. Señora violencia… ¿Dónde van los hijos de tu vientre? “
Raúl Porchetto, tomando a la Reina Madre como soporte literario, narraba: “…Sobre el Sur de la Tierra ¿Qué nos podrá pasar? Somos distintos. Somos mejores. Pero, Madre, ¿Qué está pasando aquí? Son igual a mí, y aman este lugar, tan lejos de casa, que ni el nombre me acuerdo”. Alejandro Lerner, en “La isla de la buena memoria”, se instalaba en la perspectiva de un conscripto dialogando con su madre, convocado a pelear: “Madre, me voy a la Isla. No sé contra quién pelear. Tal vez luche o me resista, o tal vez me muera allí”.
En plena guerra, la paranoia y la amenaza latente de un ataque al continente, motivó a Charly García, en mayo del ’82, a que implorara “No bombardeen Buenos Aires”. Años después, en “Decisiones apresuradas”, Fito Páez lo recordaba así: “Generales mataron media generación. Una guerra no es un negocio ni una ilusión. Una guerra es sangre. Vienen y van al baño, y toman, apresurados, la decisión. Y no entiendo. Yo aquí, no entiendo nada…”
Las referencias y homenajes se siguen sucediendo desde aquellos días: “2 de abril” (Attaque 77), “Gente del Sur” (Rata Blanca), “Amor suicida” (2 minutos), “El banquete” (Virus), “Comunicado 166” (Los Violadores), “El visitante” (Almafuerte) y “Héroes de Malvinas” (Ciro y los Persas), entre otros.
El cine argentino también colaboró a la difusión de lo que realmente sucedió en ese particular período de nuestra historia contemporánea. “Los chicos de la guerra” (1984), “El visitante” (1999), “Iluminados por el fuego” (2005), “Soldado argentino. Sólo conocido por Dios” (2016), el documental “Teatro de guerra” (2018) y la disruptiva “Fuckland” (2000) se destacaron por sobre el resto, con abordajes originales que exhibían sesgos impensados hasta entonces, y que mostraron en varias de las mencionadas el contexto epocal a través del rock argentino.
Pasaron exactamente cuarenta años. Una vez finalizada la guerra, nos devaneamos entre la interpretación de Malvinas como una gesta heroica, o planteando la desmalvinización de la cultura. Muchos años antes de que lo imagináramos, Miguel Cantilo, en “La guerra en este mismo instante”, explícitamente, se definía: “En este mismo instante, dos manos semejantes, a las que tenés puestas donde se acaba el brazo, amasan el peligro, gatillan un balazo. Y vuelan mil orejas junto con las cabezas de audaces inocentes, ahora exactamente, y ahora en otro lado. …mientras mi canto late, hay jóvenes cayendo”.
Y la misma conclusión de siempre: aunque Malvinas fue y sigue siendo una causa justa, entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, también fue el horror de la guerra. Honor y respeto a los caídos y a nuestros veteranos, muchas veces olvidados y abandonados por los distintos gobiernos de turno.