Por Ernesto Edwards /Filósofo y periodista @FILOROCKER
El Mundial de Qatar además de traernos la Copa nos hizo reflexionar sobre nosotros mismos
El 25/11/2020 publicábamos en esta misma Columna que ese había sido el día en el que se había muerto el fútbol. Y era, claro, porque esa fecha marcaba el final de la vida de Diego Armando Maradona, que ya hacía años que se había convertido en leyenda, con toda su gloria deportiva a cuestas pero también arrastrando sus claroscuros personales.
Ya dos años atrás se mantenía el por entonces irresuelto debate acerca de quién había sido mejor jugador entre Maradona y Lionel Messi. Los más tradicionalistas se afirmaban en la postura de que el Diez de Villa Fiorito era insuperable, toda vez que, ya siendo protagonista principal del Nápoli del sur de Italia, en 1986 se había consagrado campeón mundial en México con la Selección Argentina, siendo la gran figura de esa Copa y habiendo convertido en un mismo partido frente a los ingleses dos goles que por motivos diferentes serán recordados mientras haya mundo. El de “La Mano De Dios” (una avivada hoy impensable, VAR mediante) y el “Mejor Gol de la Historia”, apilando y humillando rivales a su paso.
Sin embargo, otros pensábamos que Lionel Messi, el tímido y reconcentrado muchachito rosarino, ya había superado largamente en cuanto a logros en equipo y triunfos personales a su predecesor con la casaca número 10. Por cantidad de títulos ganados, de goles convertidos, de Balones de Oro, de asistencias, de partidos jugados, y porque en la Selección, al igual que Maradona, ya había sido campeón mundial juvenil, había disputado cuatro mundiales, había jugado (y perdido) una final y había sido campeón olímpico, lo que filosóficamente equivaldría al lauro maradoniano del ‘86. Pero para muchos no alcanzaba, y la imagen de rebelde irreductible del Maradona capitán puteando al público italiano, en 1990, mientras le silbaban el himno patrio, parecía hacerlo no sólo insuperable sino también inalcansable. Porque Maradona fue ese líder gigantesco que hacía parecer que Messi no lo equipararía nunca. Aunque algunos ya suponíamos que Leo, aquel que no cantaba el himno y que parecía que se quedaba sin nafta en algunos partidos decisivos, por razones que la Sociología y la Psicología podrían explicar mejor que uno, necesitaba que Maradona desapareciera físicamente para que Messi se soltara y se recibiera de líder, lo que terminó ocurriendo en la Copa América 2021 (que Maradona nunca ganó) y en la Finalissima 2022. Además de ya ser el jugador con más presencias y con más goles de la historia del conjunto albiceleste. Sin embargo, los siete tantos en Qatar, sumados a cuestiones tales como el “¿Qué mirá, bobo? Andá pa’llá” a un adversario neerlandés, han pasado a engalanar su perfil guerrero de desafiante capitán argentino, aunque algún desubicado lo calificara de vulgaridad.
Si alguien ha seguido con alguna frecuencia a este columnista, inclinado en esta sección a analizar objetos culturales a la luz de la Filosofía puede hacer que se pregunte de qué se trata el tema de hoy, si parece nada más que fútbol, ese deporte que hace que todos demos más espacio a la emoción que a la racionalidad. Conviene que diga que quien escribe estas líneas, a la par de haber sido un notorio patadura a la hora de jugar fútbol, al mismo tiempo le dedicó parte de su vida a mirar, estudiar e interpretar el balompié, a la par de haber viajado por el mundo para ver diferentes partidos definitorios, desde aquel lejano 25 de junio de 1978, en River Plate, en aquella final de Argentina y Holanda que nos consagrara por primera vez. Claro, eran otros tiempos, no había democracia, y la alegría estaba condicionada.
La crónica periodística hoy hace hincapié en el repaso de cada uno de los siete partidos hasta llegar al presente título. No es lo que haremos. Además, están muy frescos. Se trata de desmentir que ver fútbol no es para personas inteligentes, con formación académica y con capacidad para comunicarlo. Pero escomo hacer filosofía. Hablar de fútbol, y entenderlo, le cabe tanto al intelectual reconocido como al ciudadano de a pie.
Decía el Premio Nobel Albert Camus que “después de muchos años durante los cuales el mundo me ha permitido vivir experiencias variadas, todo lo que sé acerca de la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. El talentoso cineasta Pier Paolo Pasolini afirmaba que “El fútbol es un sistema de signos, por lo tanto es un lenguaje. Hay momentos que son puramente poéticos: se trata de los momentos de gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre una subversión del código”. El filósofo existencialista y también Premio Nobel Jean-Paul Sartre sentenciaba que “La vida es una metáfora del fútbol”. Y el pensador italiano Antonio Gramsci definía al fútbol como “el reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”.
Llegarían Neruda, Benedetti, García Márquez, Arlt, Quiroga, Sábato, Vinicius, Marechal y el gran rosarino Fontanarrosa como expresión de algunos de los intelectuales latinoamericanos más destacados a la hora de volcarse a favor del fútbol, y en algunos casos, de futbolizar un universo cultural que, en sus inicios, miraba escandalizado a este deporte. Para destacar, el rosarino Fontanarrosa, que con sus cuentos publicados en “El mundo ha vivido equivocado” incluyó los inolvidables “Lo que se dice un ídolo” y “Memorias de un wing derecho”.
El escritor checo Milan Kundera creía que “tal vez los jugadores tengan la hermosura y la tragedia de las mariposas, que vuelan tan alto y tan bello pero que jamás pueden apreciar y admirarse en la belleza de su vuelo”. Sí, futbol, literatura y filosofía pueden relacionarse y convivir en un marco de mutua admiración.
Volviendo al Mundial de Qatar tal vez sea más enriquecedor enumerar algunas cuestiones que en este campeonato orillaron el ridículo, como las reiteradas alusiones de jettatore a más de un político por su presencia en el estadio el día de la impensada derrota frente a Arabia Saudí. O el presidente Fernández mencionando que las tres Copas se obtuvieron durante su gestión. O las diferencias conceptuales entre las tres transmisiones televisivas para Argentina. O los sospechosos viajes de numerosos funcionarios con ingresos con los que no dan las cuentas como para comprar vuelos, estadía y entradas. O la inentendible elección de Lali Espósito para cantar bochornosamente el Himno en la final. O, y esta sí que es llamativa, insistir con que hubo un amplio sector del país que se alegraba con cada traspié o posibilidad de ello. Increíble. Por casi un mes Argentina no tuvo grieta alguna en lo futbolístico. Todos queríamos lo mismo. Aunque tras la negativa del plantel a politizar el festejo la TV Pública los calificara con el anacrónico rótulo de “desclasados”.
Dicho sea de paso, corresponde destacar que el multitudinario recibimiento del plantel seleccionado en CABA dejó al descubierto varias cuestiones: que la mayor movilización popular de la historia, de casi 5 millones de personas, no se realizó por una convocatoria política. Y que la organización de control y seguridad fue pésima, a la par de innecesario e irresponsable decretar un feriado nacional.
Para cuestionar, el silencio del fútbol institucional por Amir Nazr-Azadani, el jugador iraní condenado a muerte por el gobierno teocrático de Irán por defender públicamente los DDHH de las mujeres de su país. Un enorme paso en falso de futbolistas y dirigentes, que no sorprende considerando el histórico romance de la FIFA con cualquier gobierno totalitario.
La copa ganada este domingo no modificará nada respecto de Chiqui Tapia, que por serias razones seguirá sin caerle bien a la mayoría. También, hagamos algunas mínimas consideraciones futbolísticas: no sucede siempre, pero a veces técnicos con mínima o ninguna experiencia dirigiendo se convierten en grandes entrenadores, ganando campeonatos: Menotti con Huracán (1973), Bielsa con Newell’s (1990), Gallardo con River (2014), y Scaloni con la Selección Argentina (2021 / 2022). También que cuando fue preciso Dibu Martínez fue un arquero enorme. Que Julián Álvarez y Enzo Fernández fueron grandes revelaciones. Que era el mundial de Di María. Que Otamendi fue una muralla. Que De Paul fue el motor del medio. Y que Messi, a los 35, cuando ya lo daban por viejo, fue una deslumbrante estrella que nos hizo ganar otra. Y un contrafáctico: nuestros jugadores, que ganaron en serie de penales, ¿serían hoy los mismos héroes en los que se convirtieron si no hubieran estado tan eficientes a la hora de patear o de atajar? Con el diario del lunes cualquiera es Macaya Márquez.
No hace falta que alguien más diga que no es muy razonable identificarse y empatizar con veintiséis millonarios corriendo detrás de una pelota. Eso ya lo sabemos todos. Pero sucede que son, también, el símbolo de un país que se hace Patria, y que nos representa, nos enorgullece y nos alegra el día. Porque, en nuestro sano nacionalismo, nos satisface y emociona, entre tantas decepciones cotidianas, eso de ver los colores celeste y blanco en lo más alto de las consideraciones.
Pero no seamos ingenuos. Sabemos que el fútbol siempre estuvo politizado y fue herramienta de distracción y sometimiento. Desde la Italia de Mussolini a la Argentina de Videla. Sabemos del “pan y circo”. Y de la necesidad actual de un gobierno por mostrarse al lado de los triunfadores y sacarse la foto. No es que desde el domingo somos un país mejor. Sólo somos campeones del mundo en fútbol. Que no es poco.
Cuando el Indio Solari todavía componía bonitas canciones, escribió “Esa estrella era mi lujo”. Gran título para sintetizar lo conseguido un domingo 18 de diciembre de 2022. Argentina por tercera vez Campeón Mundial. Con toda la épica.
Y no, extranjeros, no mientan más. No compramos este mundial. ¿Con qué? Si somos un país en el que rellenamos con agua el champú. No nos sobra nada. Si cuando faltaban minutos para el final el Dibu no tapaba con el pie el remate del delantero galo, chau campeonato. Por eso, franceses, sigan participando. La Copa es nuestra. Bien ganada que estuvo, con ese canto a la resiliencia de Messi después de la final perdida del 2014 en Brasil y del desastre de 2018 en Rusia. Quien este martes dijo en una carta abierta: “Muchas veces el fracaso es parte del camino y del aprendizaje. Sin las decepciones es imposible que lleguen los éxitos”.
Sí, como se popularizó tras la Copa América, con esa bella canción de Gustavo Cerati, vale otra vez eso de “al final, al final, hay recompensa…”