Un 6 de junio de 1947 Eva Perón partía en una gira por España, Italia y Francia y que incluyó unos misteriosos y “oscuros” días en Suiza, fuera de agenda. Sorprendió a los europeos por su belleza y su soltura: Lillian Lagormarsino fue quien la asesoró desde el protocolo a la ropa. Sus miedos y las gestiones para salvar a una condenada a muerte
La presión del matrimonio presidencial se había hecho insoportable. Evitaestaba por emprender el viaje a Europa y además de la comitiva que la acompañaría, necesitaba a alguien que la asesorase sobre cómo comportarse en ceremonias oficiales y en los vericuetos del ceremonial.
La persona que ella y que Juan Domingo Perón habían elegido era Lillian Lagormarsino, esposa de Ricardo Guardo, presidente de la Cámara de Diputados. Guardo había sido uno de los radicales que en 1945 se lanzó a apoyar a Perón y se había transformado en un estrecho colaborador. Además, ambos matrimonios tenían cierta familiaridad porque solían almorzar y cenar juntos y Lillian ya acompañaba a Evita en sus quehaceres no oficiales en el gobierno. Su hermano Rolando era Secretario de Industria y Comercio y había sido de los que había contribuido a financiar la campaña electoral de Perón.
La mujer, a pesar de la insistencia de Evita, rechazó la invitación porque su cuarto hijo tenía un año y medio y no quería dejarlo solo. Primero Evita presionó al marido y como no dio resultado, fue el turno del presidente. Una noche, cuando las dos parejas se disponían a cenar en la residencia presidencial, Lillian vio salir a Perón del toilette secándose las manos. Le dijo: “Evita me dijo que usted no quiere ir a Europa con ella. Si es así, ella tampoco irá”. La mujer debió ceder.
Todo había comenzado a principios de 1947 cuando se recibió una invitación del generalísimo Francisco Franco para visitar Madrid y Sevilla. Era parte de la estrategia del jefe de estado español en buscar ayuda económica, cuando percibía que el Plan Marshall iba a marginar a su país.
Perón recibió de buen grado la invitación, era una forma de mostrar el país en el exterior. Se le ocurrió que su esposa sería una buena representante. Evita se entusiasmó y en marzo respondieron a España afirmativamente la invitación y se sorprendieron saber que la que viajaría sería la joven esposa del presidente.
La comitiva estuvo integrada por los edecanes presidenciales teniente coronel Jorge Ballofet, capitán de fragata Adolfo Gutiérrez y el vicecomodoro Jorge Rodríguez; los sacerdotes Hernán Benítez y Pedro Errecart; Juan Duarte, hermano de Eva; su médico personal Francisco Alsina; su peluquero Julio Alcaraz, que en una valija de cuero de chancho llevaba las joyas de Evita; Asunta, modista de la casa Henriette y Juanita, de la casa Naletoff, y los diplomáticos españoles el marqués de Chinchilla López de Haro y el conde Foxá. Francisco Muñoz Azpiri, encargado de los discursos oficiales, quien había ido a despedirla, lo hicieron subir de prepo a último momento, con lo puesto. También iba el fotógrafo Emilio Abras y un periodista del diario Democracia.
Cuando la gira se extendió a Italia y Francia -cuyos gastos correrían por cuenta del gobierno argentino- debieron recurrir a la ayuda económica de Alberto Dodero, un empresario naviero amigo de Perón. Dodero se encargaría de la coordinación de la comitiva y de los gastos del viaje.
El 6 de junio de 1947 a las tres de la tarde Perón llevó a Evita a El Palomar, donde esperaba un DC-4 de Iberia, con capacidad para 42 personas. Habían quitado algunos asientos y colocaron un par de literas para la primera dama y Lilliana. En un segundo avión de la Flota Aérea Mercante Argentina iba el equipaje.
Cien mil personas fueron a despedirla, además de los embajadores de Italia, España, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, junto a ministros, gobernadores, legisladores y militares. Carlos Veccar, empleado de la Aduana, leyó el discurso de despedida. “Me voy dejándoles mi corazón”, dijo ella.
Perón y Evita se abrazaron al pie de la escalerilla y a las 16 y 20 despegó. En la última ventanilla ella saludó con la mano.
Cuando ya estaban en vuelo, fue terminante: “Voy a pedirles que se porten bien. En todo el mundo nos están mirando y algunos esperan que metamos la pata para caernos encima. No vayan a hacer macanas”. Todos sospecharon que el blanco del mensaje era su hermano.
A las 20 y 30 del 8 de junio aterrizaron en Barajas, escoltados por una escuadrilla de aviones de combate. La esperaban Franco y su esposa Carmen Polo. De allí hasta la plaza Independencia, unos diez kilómetros, una multitud la aclamó.
Ella viajaba con el jefe de Estado español y en un segundo auto iba su esposa junto a Lillian. Pasaron revista a las tropas alineadas en la calle de Alcalá y fueron al Palacio del Pardo. Allí Evita leyó un discurso que Muñoz Azpiri había escrito durante el vuelo.
Recibió innumerables regalos: un tapiz con la reproducción de un cuadro de El Greco, un abanico de marfil y oro, un mantón de Murcia y un collar de filigrana de plata, cerámica española, perfumes y polveras.
Esa primera noche a Evita le confesó a Lillian sus temores y le pidió que durmiesen en la misma habitación. “Tengo miedo a algún atentado”, le confesó. Hizo amontonar los muebles trabando la puerta. Su acompañante debió descansar en un sillón.
En la mañana del 9, una multitud la esperaba en la plaza. Hubo asueto en las escuelas y los obreros tenían permiso para faltar a sus trabajos. Ella apareció vestida con un traje de fresas con adornos negros y un casquete de plumas. Franco le otorgó la Orden de Isabel la Católica.
“El general Franco siente en estos momentos la misma emoción que Perón experimenta cuando es aclamado por los descamisados”, aseguró. Por las noches hablaba con su marido por teléfono.
Estuvo 15 días en España. La esposa de Franco la acompañó a todos lados y por cada pueblo por los que pasaban era una verdadera conmoción, especialmente entre los niños cuando ella arrojaba billetes de 100 pesetas. Carmen Polo renegaba de esas visitas a pueblos que, según ella, estaban poblados por “rojos”, en alusión a los del bando republicano. La relación entre ambas no era buena. Evita le retrucaba con que su marido no había sido elegido por el pueblo. Además, en cuanto ocasión tenía, hablaba en público sobre el derecho de los trabajadores y las mujeres.
Se ofreció como madrina de los niños que nacieran durante su estadía..
Pidió por la vida de Juana Doña Jiménez, una importante dirigente del Partido Comunista Español de 29 años, que iba a ser fusilada. A su hermana Valia se le ocurrió que Alexis, el hijo de la condenada, le escribiese a Evita. “Señora Eva Perón, necesito que me ayude, a mí me han fusilado a mi padre y ahora van a fusilar a mi madre”. Franco no tuvo más remedio que ceder. Nunca le dio las gracias a la que ella llamaba “la Perona”. Doña fue liberada en 1962 y falleció en noviembre de 2003.
Cuando el alcalde de Madrid la invitó a una corrida de toros, ella fue el centro y nadie prestó atención a la lidia y a la gente no le importó que llegase media hora tarde.
Le llamó la atención en más de una oportunidad a su hermano Juan cuando salía de farra junto a Dodero, enloqueciendo a la custodia.
A medida que pasaban los días, ella se relajó y empezó a ser impuntual. Visitó Toledo, Sevilla, Granada y Galicia. En cada ciudad se repetía la algarabía, los homenajes, los regalos, los agasajos y los bailes típicos.
Se despidió de España en Barcelona donde le habían preparado una función especial de Sueño de una noche de verano en un anfiteatro al aire libre. El espectáculo debía empezar a las 21, y ella llegó después de las diez y media. Las velas que adornaban el lugar se habían consumido y hubo que cambiarlas. Muchos dormían. Pero ella subsanaba esos desaires con una soltura natural que cautivó a los españoles. “Estos gallegos son macanudos. Tutean a todo el mundo. Además, aquí no hay políticos, no hay oposición, nadie critica y se respeta al gobierno”.
Tuvo tiempo de responder a las críticas de los radicales quienes la acusaron de querer armar un eje Buenos Aires–Madrid. “Es mentira, vine a tender un arco iris de paz”, y se definió como “la mensajera del pueblo argentino trabajador que está construyendo la nueva Argentina”.
En Barcelona la despidió Franco, quien fue a esa ciudad en avión. Fue un gran esfuerzo del jefe de estado que hacía diez años que no volaba, ya que le daba miedo hacerlo. El 26 de junio Evita aterrizó en el aeródromo de Ciampini y fue recibida por el conde Carlos Sforza, el canciller italiano, el encargado de negocios de la Santa Sede Federico Quinta; la esposa del premier Alcides De Gásperi y el embajador argentino en Roma Rafael Ocampo Giménez, mientras que 80 niños vestidos de azul y blanco agitaban sus pañuelos. Ella retrasó su descenso por la escalerilla al posar para las cámaras.
Al día siguiente el Papa Pio XII le concedió 25 minutos en la biblioteca del Vaticano. A pesar de lo que le había adelantado su confesor, ella esperaba recibir un marquesado pontificio o la Rosa de Oro, pero debió conformarse con un rosario de oro.
Antes a Dodero le había avisado: “A mí el Papa no me va a joder. Cuando yo salga de la audiencia vos me preguntás cómo me fue. Si te digo ‘excelente’ entregás el donativo mayor. Si te digo ‘muy bien’ ponés el segundo. Y si te digo ‘bien’ ponés el mínimo”.
A la ceremonia frente a la tumba del soldado desconocido llegó una hora tarde. Fue agasajada por Enrico Nicola, presidente de Italia, quien canceló algunas actividades con Evita por la intensa actividad del Partido Comunista, en vísperas electorales.
Lillian describe como “motivos oscuros” la visita no prevista a Suiza entre el 4 y el 9 de agosto y se tejieron miles de historias, como que había ido a depositar dinero de los nazis y se habló de unas cajas de seguridad a las que Perón, años después, estuvo interesado en poder acceder. Cuando en Berna se aprestaba a tomar el tren, fue blanco de una lluvia de tomates, uno de los cuales impactó en el ministro de Relaciones Exteriores. Horas después un piedrazo hizo estallar el parabrisas del auto en el que se movilizaba.
La esposa de Guardo no se despegaba de ella: era su traductora, asistía a todos los actos, le aconsejaba, la protegía del sol, le masajeaba los tobillos, y por las noches dormía en la misma habitación, por los temores de Evita.
Hubo un intento por visitar Gran Bretaña y que fuera recibida por la reina Isabel, esposa del Rey Jorge VI. Fueron días de cruces de mensajes diplomáticos. En aquel país no veían bien que Evita hubiera sido homenajeada por el franquismo. Finalmente, el embajador argentino en Londres le comunicó que la invitaban semioficialmente, que no se podía alojar en Buckinghman y que se la invitaba a tomar el té. Pero como la invitación no era oficial, se negó a viajar.
Cuando en Gran Bretaña se anunciaba que la visita había sido cancelada “por la propia interesada”, Evita llegaba a París, donde también las opiniones estaban divididas. Si bien fue por una invitación oficial del presidente Vicent Auriol, a pesar de la oposición del Partido Comunista.
Se alojó en el hotel Ritz y le advirtieron que sería mal visto la impuntualidad en los actos oficiales. Durante su estadía se firmó un acuerdo comercial entre los dos países en el que Perón concedía un préstamo de 150 millones de pesos.
La gira incluyó Lisboa y se entrevistó, a pesar de las advertencias de que no lo hiciera para no irritar a Franco, con Juan de Borbón, príncipe español heredero al trono. “Yo voy donde me da la gana y no tengo que pedir permiso a nadie. Si al gordo no le gusta, mala suerte”.
Desde Lisboa habló una hora con su marido. Perón, temeroso por los accidentes que habían sufrido aviones de la línea aérea argentina, le aconsejó que regresase en barco. Antes de embarcar, anunció la donación de dos mil toneladas de trigo a España y mil de maíz a las Canarias.
En Dakar abordó el transatlántico Buenos Aires. El 17 de agosto llegó a Recife y de allí voló a Río de Janeiro, donde se celebraba la Conferencia Interamericana de Cancilleres. El 20 de agosto llegó a Montevideo donde anunció que “estoy empeñada en una cruzada por los derechos cívicos femeninos. Ustedes deberían hacer lo mismo para que no haya diferencias en ambas orillas”. El presidente Luis Battle Berres le respondió que en su país la mujer votaba desde los tiempos de Battlle y Ordóñez, por 1927.
Al regreso del viaje, Ricardo Guardo cayó en desgracia y la relación con Lillian se enfrió notoriamente. Ella falleció el 27 de junio de 2012.
Al día siguiente, a las tres de la tarde el Ciudad de Montevideo entró al puerto de Buenos Aires. Bajó la escalerilla llorando mientras su marido la esperaba con su característica sonrisa. Estrenaba peinado para los argentinos: pelo tirante y un rodete en la nuca.
Era otra mujer.
Fuentes: Y ahora… hablo yo, de Lillian Lagomarsino de Guardo; Evita íntima, de Vera Pichel; Eva Perón. La biografía, de Alicia Dujovne Ortiz
Por Adrian Pignatelli
Fuente: Infobae