Por Ernesto Edwards /Filósofo y periodista @FILOROCKER
Esta recomendable serie exhibe lo peor de un mundo cuyos miembros se autoperciben superiores
Nuevamente Gastón Duprat y Mariano Cohn, junto a Andrés Duprat, sorprenden como creadores de contenido de un breve serial televisivo, de apenas seis capítulos de media hora cada uno -y que fácilmente pueden verse de corrido-, en los que retornando al mundo de la cultura (en el que se mueven con conocimiento y naturalidad) despliegan la condensación de casi todos los clisés actuales de un ambiente que vive en una realidad propia desde la que pontifica con una injustificable pose de superioridad moral, manipulando los conceptos de arte y estética, y exhibiendo toda la hipocresía de ciertos funcionarios que se circunscriben sólo a lo “políticamente correcto”, apelando a las reprochables “acciones positivas”.
Recordemos que esta dupla creativa formada por Cohn y Duprat se acredita varios éxitos recientes en las plataformas de streaming, entre ellos “El encargado” y “Nada”. También es cierto que para quienes tengan fresco el recuerdo de haberlas visto y de quiénes han sido sus protagonistas, la mención de sus actores principales hará que se asocien con una determinada postura ideológica respecto de la realidad política argentina. Estamos hablando de Guillermo Francella, Luis Brandoni, y ahora, de Oscar Martínez. No menos relevante ha sido el paso por el cine de este binomio, con títulos como “El hombre de al lado”, “El ciudadano ilustre”, “Mi obra maestra” y “Competencia oficial” también con Martínez en el rol estelar.
La trama de “Bellas Artes” (en Star+), grabada en España, comienza con la sustanciación de un concurso de antecedentes y oposición para acceder a la Dirección del tradicional y ficticio Museo Iberoamericano de Arte Moderno ubicado en la cosmopolita e inmensa Madrid. Para el mismo, tras el tamiz de varios aspirantes descartados, sólo quedarán para la instancia final tres candidatos. Una es Musoke, mujer de origen africano que se expresa en lenguaje inclusivo y pretende representar a minorías y colectivos alternativos, y Erne, una vanguardista defensora de diversidades y de identidad de género no binario -ambas de mediana edad-, y un tercer aspirante, Antonio Dumas, encarnado por Oscar Martínez -actoralmente en su punto justo-, que es un veterano personaje de la gestión cultural, de vasta experiencia y nutrido currículum, de raigambre patriarcal y tradicionalista, un conservador pero que busca disimularlo mostrándose como transgresor al cuestionar las bases mismas del concurso al que aspira ganar.
Mientras un quinteto ad hoc intentará seleccionarlos a partir de algunas pruebas e interrogatorios, todo parecía indicar que la elección recaería en alguna de las dos mujeres, mensurando lo que la supuesta conveniencia de estos tiempos recomienda, pero finalmente nos sorprenderemos con que el elegido será el hombre mayor de probados méritos en el mundo de la cultura.
Mención aparte son las particulares características del personaje principal, Antonio Dumas, ya devenido en director del Museo. Un historiador y gestor cultural que se presenta como “viejo, hombre, blanco, de ascendencia europea y heterosexual”, características todas que en los tiempos que corren provocarían que cualquiera lo impugnara para el cargo que fuera. Y que además es egoísta y aburrido. Y experimentado padre abandonador y abuelo ausente.
Sin embargo, tras ser designado, nada peor le podría haber ocurrido. Su puesto no focalizará en la programación de las mejores muestras a ofrecer según su criterio y experiencia, sino que deberá lidiar con desgastantes cuestiones administrativas, y con una variada fauna que lo cuestionará a cada minuto.
Será así que el desfile de contratiempos y disgustos parecerán no tener fin. El primero, con un mediocre, soberbio, arrogante y desubicado pintor (un magnífico José Sacristán) cuya exposición ya lleva cuatro meses con sus pésimos cuadritos, y todo por ser un acomodado de la ministra del área, funcionaria que bastante mal hace quedar al PSOE español.
También una delegación de trece senegaleses que dicen expondrán una instalación de cómo viven en su país de origen, cuando en realidad son todos familiares huyendo de África en busca de ser admitidos como residentes legales. Al poco tiempo de mudados al Museo su cotidianeidad nada tendrá que ver con la propuesta, y los veremos como a cualquier inmigrante mirando fútbol por tv.
Lo propio un artista chileno que se destacará por su snobismo, depositando una beluga muerta en pleno proceso de putrefacción, supuestamente para condenar la pesca furtiva. No menos incomodantes serán las idas y vueltas, reclamos y obstáculos de la representación sindical.
Será desopilante ver cómo distintos funcionarios del ministerio de Cultura, incluida la ministra, serán obligados a participar de un retiro en Toledo con una coach ontológica empresarial a los fines de acortar diferencias personales.
Además, tendrá presencia permanente la cancelación de un artista lejano en el tiempo, autor de la escultura ubicada en la entrada del museo, quien será cuestionado fuera de su contexto histórico, medio siglo después de desaparecido, por supuestas conductas patriarcales y machistas, lo que llevará a un grupo fundamentalista a vandalizar reiteradamente a la obra, con la solapada aprobación de la ministra, que quiere solucionar el conflicto eliminando la escultura. O cercándola.
Las cuestiones personales de Antonio no serán menores: su interés sexual por una de las jóvenes artistas expositoras, que apenas pudo se relacionó con otro cualquiera en el ámbito de una fiesta del museo. También una expareja hippie de Dumas (Ángela Molina) que se fue a vivir hace medio siglo al Perú, y que supuestamente está con serias dificultades económicas, por lo que su ex le enviará diez mil euros que le serán todos devueltos y perforados, por lo que ya no servirán como dinero. Finalmente, la pésima relación que mantiene con su hijo, ya mayor, y el vínculo de distancia con su nieto, ante quien se resiste a cuidarlo de vez en cuando, pero que es quien realmente se atreve a expresar lo que muchos se reprimen.
Quien más, quien menos, todos algo sabemos de arte y de cultura. “Bellas Artes” es una aguda crítica, que con ironías y sarcasmos utiliza al cínico y engreído Antonio como instrumento para denunciar la superficialidad de un ambiente que se caracteriza por la pose de “superioridad moral” que exhiben muchos de sus miembros, así como por la “cultura de la cancelación” hacia todo aquello que desconoce o no comprende, o no coincide con su concepción ideológica. Aunque también en ocasiones está motivada por mezquindades personales.
La serie también pone en debate qué entendemos por arte y con qué mirada, conocimientos e intenciones la gente acude a un museo, que ya de por sí parece motivo suficiente como para justificar la presencia de determinadas obras y autores, aunque no se les entienda nada acerca del proceso creativo, el mensaje filosófico y sus valores estéticos. Y cuál es la supuesta razón que sostiene la necesidad de la irrupción de críticos y autotitulados especialistas que serán los mediadores encargados de “explicar” de qué se trata cada obra artística, muchas veces indefendibles engendros presentados como piezas maestras, entre insoportables vanidades y sostenidas frivolidades de sus autores.
Un detalle a considerar: no son sólo las redes sociales las que tienen a haters entre sus usuarios. También los hay en ciertos medios de comunicación que han desarrollado una especie de “críticos militantes”, improvisados expertos en evaluar producciones intelectuales que si se desvían un ápice de sus ideas rectoras buscarán no sin torpeza desacreditar y descalificar a sus autores e intérpretes, aún con argumentos débiles, infundados y ridículos. Ello ocurre con “Bellas Artes”, desde un sector que siempre pugnó por una batalla cultural que hoy parece tienen perdida. Por lo tanto, queda claro que “Bellas Artes” consiguió incomodarlos.
Así como nos hemos quedado esperando que lleguen las siguientes de “Nada” y “El encargado”, el final de esta temporada de “Bellas Artes” deja en claro que habrá una segunda, que parecería que ya está grabada. En buena hora.