Por Ernesto Edwards /Filósofo y periodista @FILOROCKER
A 30 años de la desaparición física de Kurt Cobain lo recordamos, en primera persona, desde Roma
En numerosas oportunidades escuchamos la pregunta acerca de qué estábamos haciendo en el momento exacto en que estaba sucediendo un hecho de repercusión mundial. Se hizo, por ejemplo, cuando el hombre supuestamente pisó la Luna, en 1969. Lo propio cuando se cayeron las Torres Gemelas neoyorquinas en 2001.
El autor de esta nota recuerda como si fuera hoy que aquel 5 de abril de 1994 (se cumplieron exactamente tres décadas), el día en que suicidó Kurt Cobain, estaba volviendo de la ciudad de Santa Fe, donde cursaba en una universidad litoraleña el doctorado en Filosofía, y que por una cuestión circunstancial en la autopista, el regreso a Rosario se dilató, no pudiendo asistir a su compromiso radial conduciendo un programa educativo en la vieja emisora radial LT3 ni llegando a tiempo para hacer lo mismo en su programa “Filorock” por Radio Río, el de la propuesta filosófico-rockera que aseguraba recorrer la evolución del pensamiento a través del rock. Años antes ya enseñaba Filosofía apelando al rock como recurso didáctico mientras dirigía un Profesorado, con varios libros y más de un millar de artículos publicados sobre el tema.
En 1998, siendo el presidente de la Regional Santa Fe de la Asociación Argentina de Investigaciones Éticas participé en Boston, Estados Unidos, del XX Congreso Mundial de Filosofía exponiendo sobre la enseñanza de la Filosofía a través del rock. Treinta años después de la partida de Cobain el círculo parece cerrarse. Es como si el universo diera señales.
Roma (città eterna) y su Universidad Sapienza, reciben en la milenaria capital italiana -a lo largo de una intensa semana- al XXV Congreso Mundial de Filosofía, que lleva como lema “La Filosofía cruzando fronteras”, ocasión en la que volveré a presentarme esta vez para actualizar a todos los colegas, estudiantes y demás interesados sobre qué es la propuesta de filosofar e iniciarse en el aprendizaje de esta disciplina a través del rock.
La capital italiana, al igual que el resto del sur de Europa, está padeciendo una severa ola de calor que vuelve penoso cualquier prolongado recorrido por su superficie plena de historia y de monumentos arqueológicos. Aún por sobre el contraste de la creciente cantidad de homeless por sus calles céntricas frente a turistas adinerados que acuden para hacer sonar sus joyas en los locales de marcas caras en la Vía Condotti, seguramente nunca nos cansaremos de volver a Roma toda vez que podamos, pero no me gustan ni el verano ni las temperaturas bochornosas, y no será por gusto si alguna vez vuelvo por aquí en los meses estivales. Ni hablar de que el italiano promedio es lo más parecido que pueda encontrarse al argentino común, con todo lo de bueno y lo de malo que ello entraña.
Sin embargo, recorrer sus calles me hizo recordar algo que no todos tienen presente. En marzo de 1994, mientras lo que iba a ser una extensa gira internacional de Nirvana debió suspenderse por el peligroso cuadro depresivo que atravesaba Cobain, el joven rocker estando alojado en Roma, al llegar su esposa para acompañarlo, a quien le había comunicado que odiaba todo y a todos, incluso seguir viviendo, en ese trance tuvo un intento de suicidio que pareció irreversible. Consumió medio centenar de pastillas barbitúricas, y los esfuerzos médicos para salvarlo fueron extremos, frente a lo cual lograron recuperarlo del daño físico, pero su estado mental y emocional ya eran críticos.
Pocos días después, recién comenzaba abril de 1994 y la noticia conmovía e impactaba al mundo del rock. Se había suicidado Kurt Cobain (1967 – 1994), el joven y emblemático líder de Nirvana, la banda que (junto a Krist Novoselic y Dave Grohl) acuñó e instaló un subgénero rockero propio: el grunge.
En 1988, quien parecía destinado a ser el poeta maldito de la Generación X, formaba en Seattle, la ciudad del “grunge” (sucio), una banda que será recordada por su autodestructivo mensaje, mezcla de existencialismo urbano con rock duro, identificado con los postulados de la filosofía punk: vivir rápido y morir jóvenes, antes que consagrarse en la resignación.
El cantante rubio de mirada azul y ropa hecha jirones conmovió con su voz áspera y su poesía torturada, hasta que su cansancio y su rechazo por el éxito lo colocaron entre la ingenuidad del artista y los intereses del negocio, entre la autenticidad del rock y las presiones del sistema, entre la identidad y la originalidad como estrategia de marketing, y ante su inexplicable única salida: la de desertar antes que participar. Pesimismo radical de alguien que, como Kurt Cobain, invitaba a mostrarnos como realmente somos (“Come as you are”).
Con Cobain es apropiado afirmar que un título cumple la función de agente contextualizador, dándole sentido al contenido. “Nevermind”, “Incesticidio” e “In Utero”, definen la metáfora de sus discos, indicativos de su malestar, desesperación y descreimiento. El “qué me importa” de Nevermind, en el que, desde su portada, el bebé desnudo en el agua, símbolo de la inocencia al comienzo de la vida, buscando morder el anzuelo del dinero, provoca ese incesticidio que separa al artista de su útero, de su protección, de su paraíso perdido, y tal vez el que hubiera sido el auténtico título de su álbum final (“Me odio y me quiero morir”), reflejan la imposibilidad de soportar el dolor de una existencia permanentemente expuesta a la mirada de todos, ese infierno sartreano.
En la portada de “Incesticidio”, Cobain pintó otro bebé, angustiado y tratando de alcanzar a una figura paternal fuera de este mundo, que está de espaldas y cuyos ojos son fríos y oscuros. La cabeza del bebé está rota y abierta, y la parte de arriba está faltando, toda una metáfora de su situación; de su sensación de desprotección y permanente abandono existencial.
En sánscrito, “nirvana” se traduciría como estallando afuera. Según el budismo, estar vivo es estar en medio del fuego: ese infierno de los sentidos y de la mente; ese infierno del deseo. Y existe sólo una forma de superar esta doliente condición, y es extinguir el fuego: hacerlo volar por los aires.
Desde su mismo génesis artístico, Cobain eligió la vía de lo negativo. Negándose a su familia, a la educación tradicional, a las convenciones sociales, al mundo del trabajo diario, a las reglas del mercado del rock, y a la fama. Y finalmente, cuando su propia existencia se hizo dolorosamente insostenible, le dijo no a la vida misma.
Ya sobre el final de su carrera, y de su vida, Cobain escribía en “Very Ape”, como síntesis reveladora de su situación: “Estoy metido hasta el cuello en flotantes contradicciones. Y tengo el orgullo que tiene el rey de la ignorancia. Yo sólo soy un gran imitador, y muy agradable. Si alguna vez necesitás algo, por favor no vaciles en pedirle primero a otro. Yo estoy demasiado ocupado actuando, y ya no soy un ingenuo. Yo ya vi todo esto, y estuve aquí antes que Uds. Fuera de la tierra. Dentro del cielo. Fuera del cielo. En el medio del basural”.
A los veintisiete años, la edad fatídica del rock, esa que se llevó a Jones, Hendrix, Morrison, Joplin, Edwards y Winehouse entre otros, Kurt Cobain dijo ¡basta!, abandonando este atrapante juego del rock, quien será recordado como el dueño de uno de los espíritus más atormentados, contradictorios, salvajes y creativos del mundo del arte contemporáneo, capaz de presentarse en su última obra como autorreferencial y autocrítico, burlándose de los que lo erigían por los necrofílicos del rock como el nuevo Lennon, cuando ya era imposible soportar la culpa por el éxito, tan propia de los que fracasan al triunfar, y dejando una reveladora carta final, antes de su suicidio, perdido como estaba entre su depresión y adicciones: “Hace años que nada me emociona, y me siento culpable desde hace mucho tiempo. El hecho es que ya no puedo engañar, ni a vos, ni a mí, ni a nadie, y el peor crimen es fingir. …Mi música ha dejado de ser sincera y ya todos se dieron cuenta”. Y como en el nirvana, prefirió estallar antes que desvanecerse, creyendo que no había futuro, y convencido del sinsentido de la vida.
Se cumplen treinta y cinco años de lo que fuera la primera gira europea de Nirvana. Y pasaron treinta desde la inexplicable y sorprendente decisión de Cobain. Alguna versión sobre que su final pudo haber sido un asesinato sólo aportó confusión. El rocker pesimista y escéptico ya había partido. El poeta del grunge ya había dejado una obra cruda y desesperanzada. Y aunque para algunos sólo haya sido un póster o un clip de la MTV, Kurt Cobain fue mucho más: una especie de Albert Camus del rock. Y ya no tuvo tiempo para seguir disculpándose. Para seguir cantando “All apologies”. Para seguir pidiendo perdón.
Y en el medio de todo, y entre tanto totalitarismo de una Academia que suele mirarse su propio ombligo filosófico, un modesto pensador argentino, que sigue tratando de iluminar entre la bruma, y que lo viene haciendo desde hace años en esta Columna y también en sus demás compromisos periodísticos y académicos, vuelve a Roma para hacerse escuchar y destacar, entre tantos filósofos que nos dio el rock, al inolvidable Kurt Cobain.