Por Ernesto Edwards/Filósofo y periodista @FILOROCKER
Roma es un catalizador que mezcla, potencia y dispara todo tipo de reflexiones
Pasando una semana más en Roma, con un clima tan agobiante que incomoda. Es difícil de entender que julio y agosto sean los meses más requeridos turísticamente hablando, con lo que ello implica de encarecimiento general en todos los gastos. Y de que las calles estén abarrotadas de gente que se atropella por sus veredas.
Si me preguntaran a mí, aconsejaría venir a la città eterna sólo en los meses apenas templados. Además, siempre está el recuerdo de la “mafia uccide solo d’estate”. Y su mención no suena agradable.
A todo ello debe agregarse que hablar un poco de italiano no te redime de todo mal. En Italia en general, y en Roma en particular, conviven numerosos dialectos que no son comprensibles para todos, aún siendo italianos.
Para otro momento quedará el tema de qué ha ido provocando en la tradicional cultura europea una inmigración que hoy está descontrolada, especialmente en los países en los que actualmente sus habitantes originales se terminaron convirtiendo en la minoría étnica de dichos territorios.
De lo que sí no debiera nunca dejarse de hablar es de que los números de contagio de Covid siguen en aumento, y que la variante “Pirola” no tiene una alta letalidad pero bien podría arruinarte cualquier estadía. Y que la Salud Pública italiana no parecería ser un buen destino para nadie. Por ello estar convenientemente vacunados es siempre una buena decisión.
Y, por supuesto, el riesgo de tomarte un taxi en Roma correrá por tu absoluta cuenta. Y es que esta inmensa urbe ha sido escenario de los orígenes de casi toda la historia occidental, pero al mismo tiempo hábitat de lo que Ettore Scola desnudó magistralmente en su filme “Gente di Roma” (2003), que habría que ver de vez en cuando, y que por sobre todo su encanto artístico esconde personajes de lo peor.
Alguna vez conté, en esta misma Columna, que si llegás por primera vez a Roma, seguramente convendrá hacer un recorrido a pie por la Fontana di Trevi, seguir hasta el Panteón, atravesar la Piazza Navona, cruzar el Ponte Umberto I y llegarse al Castello de Sant´Angelo, caminar unas cuadras más y recorrer la Piazza San Pietro y entrar a la Basílica del Vaticano al sólo efecto de ver La Pietà. Con alguna pausa, luego de perderse por el Trastévere, cruzar de nuevo el río y caminar por la Vía del Corso hasta la Piazza del Poppolo y volverse por la Vía del Babuino para hacer unas fotos en la Piazza di Spagna. Y, claro, antes de irte, pasar por Piazza Venezia, el Altare della Patria, el Campidoglio, la Vía dei Fori Imperiali y lentamente aproximarse a la espectacularidad del legendario Colosseo romano y el Arco de Trajano. Ahora bien: ¿con este itinerario podríamos afirmar que conocimos Roma? Seguramente que no. Para conocerla no alcanza con ruinas y monumentos. Se requiere observar a su gente, y percibir el caos permanente, el vértigo brutal, la apasionada grandilocuencia, el ensordecedor ruido y las avasallantes multitudes. Y darse cuenta de que son lo más parecido a los argentinos que podremos encontrar por el mundo.
“Roma mi fa male, ma la amo”, dije en una charla reciente en la antiquísima Università de Sapienza. Y es rigurosamente cierto. Aun cuando no dan ganas de visitar ninguna de las atracciones que inquietan a la mayoría. Antes que ir al Colosseo por enésima vez es preferible tomarse un ristretto en el bar de alguna librería mientras en nuestra mesa hojeamos alguna nueva reedición de Umberto Eco. Es que el tiempo de agotadoras recorridas por sus célebres ruinas arqueológicas parece terminado.
Y entre tanta ebullición, caos y aturdimiento, se cumplieron este 6 de agosto los treinta años de la partida de un grande de la canción mundial. La RAI no deja de mencionarlo cada varios minutos, no paran de desfilar los testimonios apesadumbrados y nostálgicos, y “Volare” se escucha como un fondo permanente. Domenico Modugno se hizo eterno en 1994. Quizás ya lo era desde mucho antes. Pero hoy su ausencia es notoria.
No procedo de una familia con afinidades rockeras. Mi abuelo, primer secretario general de la municipalidad de Rosario y luego interventor de Catamarca, todo hace un siglo atrás, no parecía muy inclinado hacia los compases rockanrroleros. Lo propio mi padre, un exsecretario general de un importante gremio, siendo un no peronista en pleno primer peronismo, que miraba con desconfianza y desconcierto a los jóvenes pelilargos sesentistas. Con el tiempo descubrí que secretamente apreciaba las canciones de The Beatles. ¿Y quién no?
Fue en ese aprendizaje propio, en ese camino de descubrimiento personal por el mundo contracultural y rebelde, mientras sonaban en mi adolescente playlist personal Los Gatos, Almendra y Vox Dei, se colaba un Sandro todavía rockero, y ya asomaba Sui Generis, ya había escuchado demasiada música melódica, donde abundaban mucha Italia y mucho Brasil. Y los habituales participantes de San Remo ya eran clásicos, aun sin saberlo.
Como en todos los campos epistemológicos, cuando el que más sabe se expide, ya no queda margen para la discusión. Y todos nos rendimos ante su sabiduría, aún los que somos más cuestionadores y rebeldes. Así funciona la autoridad en cualquier comunidad científica. Bob Dylan, a finales del 2022, publicó su libro “Filosofía de la Canción Moderna”. Vaya como testimonio definitivo sobre Domenico Modugno la referencia al capítulo 32 de dicho texto, donde Dylan focaliza en “Volare (Nel Blu, Dipinto Di Blu)”, la canción que nos acompaña desde nuestras infancias, interpretada por el inolvidable e insuperable Domenico Modugno. Escribe el Premio Nobel del Rock sobre ella: “Puede que esta sea una de las primeras canciones psicodélicas, anticipándose al ´White Rabbit´ de Jefferson Airplane en al menos diez años. Jamás oirás ni sentirás una melodía más pegadiza. La oyes incluso si no la oyes. Es una canción que se filtra en el aire. Una canción para tocar en bodas, bar mitzvás y, quizás, funerales. Aparentemente habla de un hombre que quiere pintarse de azul y echarse a volar… ´Volare´ la cantaba originalmente un cantante llamado Domenico Modugno. Ya el mero sonido de su nombre suena como una canción. Es una canción que impacta en todo momento, día o noche. Es siempre lo mismo. Te ves siempre volando más allá, por encima del sol”. Sí, Modugno estaría complacido. Y Dylan sabía de qué hablaba.
Pero Domenico Modugno (1928 – 1994) fue mucho más que “Volare”. Fue un inspirado compositor, un convincente actor de gran presencia escénica en cine y teatro, un destacado guitarrista, un irredimible Don Juan, y cuando fue afectado por un ictus que lo dejó fuera de la actividad artística, llegó a representar a los italianos como dirigente político y como legislador nacional. Y, por supuesto, ganador de cuatro ediciones del Festival de la Canción de San Remo, antes de que se convirtiera en el mamarracho actual. Además de “Volare”, sumaría “Piove”, “Addio, Addio”, y “Dio, come ti amo” a sus composiciones triunfadoras. Y a la manera de lo que después harían los grandes rockers europeos de su época, también tendría un paso exitoso y popular por los Estados Unidos.
Modugno fue considerado el padre de los cantautores italianos. Grabó más de dos centenares de canciones, filmó 40 películas, protagonizó varias obras teatrales y hasta condujo en televisión.
Por aquellos años el rock casi no existía en la península. No sabremos si fue porque conformaban una sociedad muy tradicionalista, si porque el éxito de estos baladistas tapaba cualquier posibilidad de géneros diferentes, o vaya a saber por qué. Pero todo cambió y los jóvenes inconformistas terminaron imponiéndose. Hoy se escucha Måmeskin por sus calles y sus radios. Y también otros intérpretes en sintonía con los tiempos actuales. Y sin embargo, tengo la impresión de que un Modugno, joven y en blanco y negro, tal como lo vi recién por la tele, está cantando “Volando, volando feliz. Yo me encuentro más alto. Más alto que el sol…” Sí, ahora debe estar por allí.