Por Ernesto Edwards /Filósofo y periodista @FILOROCKER
En Milán pienso en Umberto Eco y recuerdo a Mario Salvatori
Aquello con lo que tanto se insistía años atrás acerca de las grandes diferencias entre la Italia del norte y la del sur han comenzado a disiparse. La opulencia de enclaves como Milano, que incluso competía con París en eso de ser una especie de Capital de la Moda, del estilo y del buen gusto, casi ni existe.
Un apunte personal. En abril de 2020 debí haber llegado a Milán como parte de un itinerario que debía llevarme previamente por Tokio, Japón, acompañando a mi hijo invitado a un Congreso sobre Derecho Internacional. La historia es conocida. Luego del inicial estallido chino del por entonces ultra letal coronavirus, llegó rápidamente a la Lombardía, con cantidades inimaginables de infectados y de muertos. Y sin vacunas a la vista. Con la televisión mostrando cómo Il Duomo, la Galería, la Escala y todas sus reconocibles calles quedaban vacías. Pasaron poco más de cuatro años para que pudiera llegarme hasta aquí.
Siempre me resultó inocultable la emoción que me provoca recorrer ciertos lugares de Europa por los que transitaron aquellos que significaron un antes y un después en el mundo del pensamiento. Me ha sucedido con Viena. Por allí pasaron Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein, Rudolf Carnap, Karl Popper, Alfred Adler y Viktor Frankl, a quienes siempre admiré, especialmente a este último. Lo propio en Liverpool, con la casa menos conocida, turísticamente hablando, de John Lennon.
Pero si hay alguien que despierta todas mis mejores emociones en el mundo de la Filosofía, ese es Umberto Eco. Y la vez que en la Universidad de Boloña me indicaron cuál era el salón en el que el Maestro enseñaba Semiótica, la sensación fue indescriptible. Pero la historia no la tendría completa si no hubiera avistado Milán, ciudad en la que siguió enseñando, despertando admiración, escribiendo novelas, ensayos, artículos y notas periodísticas. Y eligiéndola para vivir. Y para morir. Y dejando su incomparable biblioteca personal, esa que tenía en su casa con esa notable vista del Castello Sforzesco.
No es fácil conceptualizar los motivos de estas visitas a esos lugares donde sucedió la magia. No podría afirmar sin lugar a dudas que se trata de alguna vibración particular de cada lugar. Y quizás lo sucedido habría pasado igual en cualquier otro sitio. Sin embargo fue aquí que, el día de su partida, el diario La Repubblicapublicó que había muerto “El hombre que lo sabía todo”. Y muchos creímos que este titular se aproximaba a la verdad. Porque Eco era el filósofo que queríamos ser todos. O por lo menos yo, que era quien lo reconocía.
Nacido en Alessandria, Piamonte (1932 – 2016), se destacó como académico en Torino, Firenze y Milano, aunque primero cobra notoriedad en Bologna, alternando entre cuestiones hermenéuticas y las más llanas situaciones cotidianas de divulgación, hasta llegar a la cima, en 1962, cuando publica “Obra abierta”, proponiendo que el usuario de las obras de arte efectuara actos de “libertad consciente” con cada objeto cultural en sus manos.
Hasta tal punto imaginaba el futuro de la divulgación de la filosofía, pero sin degradarla ni mínimamente, que su primer trabajo rentado fue, jovencísimo, como columnista en un programa en la naciente televisión italiana de los ´50. Erudito como pocos, aún siendo originariamente marxista, se especializó en Tomismo, con la idea de conocer a fondo aquello con lo que no se coincide. Con esa creencia que parece no envejecer que es la de tener vigilado al adversario (ideológicamente hablando).
El gran público le llegaría a Eco como novelista. Siempre bestseller y traducidas a medio centenar de idiomas, “El nombre de la rosa” (1980, llevada al cine), “El péndulo de Foucault” (1988), “La isla del día de antes” (1994), “Baudolino” (2000), “La misteriosa llama de la Reina Loana” (2004) y “El cementerio de Praga” (2010) precedieron el lanzamiento de “Número Zero” (2015).
Umberto Eco fue un pionero en muchos campos del pensamiento. También se adelantó sabiendo apreciar y destacando a la música electrónica como esa vanguardia que propiciaría la participación consciente del gozador. Pero de más está decir que al gran profesor el rock no le atraía especialmente, y que sólo reconocía una especial simpatía (¿y cómo no?) por The Beatles. Sin embargo, la propuesta estética de lo que fueron Los Redonditos de Ricota, por mencionar sólo un ejemplo, se ajustaba a lo que Eco propuso advirtiendo que la obra de arte contemporánea se presenta como una verdadera “metáfora epistemológica” de nuestro tiempo, describiendo la manera de ver el contexto en que se vive, con la totalidad de elementos y en su plenitud de actualidad.
Ahora estoy en 1979, en Rosario, en la que sería la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR, en ese edificio que alguna vez alojó el exclusivo colegio de mujeres de la Santa Unión, donde mi madre se recibió de maestra. Ese año ingresé a la carrera de Filosofía, y aunque eran tiempos difíciles -con detalles escabrosos de los que nos enteraríamos mucho después-, pasaban algunas cosas buenas, difíciles de explicar con el paso del tiempo. Con algunos profesores inolvidables, como Rosa María Ravera, Raúl Echauri y Rubén Vasconi. Y entre algunos pocos compañeros que serían entrañables, uno que era el más destacado: Mario Salvatori, unos cinco años más grande que la mayoría de nosotros. Recién salido del Seminario Mayor, a punto de ordenarse sacerdote, había decidido que lo suyo no era el orden sagrado sino una vida laica de mayores libertades. En esos estudios previos de Filosofía y Teología, Mario ya había aprendido todo. Y lo demás, lo seguía conociendo desde el desaparecido bar familiar que atendía en Roca y 3 de febrero.
Con Ravera conocí a Umberto Eco. Y con Salvatori aprendí el oficio de la Filosofía. Claro que yo seguiría mi propio camino. Pero en aquellos años iniciales fue quien me acompañó en mis primeros exámenes finales preparándolos tan sólo unas pocas horas la noche previa. Claro, Mario era el mejor de los nuestros. Como esa vez que debíamos rendir “Introducción a la Filosofía”, y mientras la noche se consumía escuchando Bee Gees, justo en la transición entre “Trafalgar” (1971) y la música disco, me sugirió que propusiera como tema de examen la genealogía de los Tantálidas analizada a través del fenómeno de abstracción de Gabriel Marcel. Algo que se encargó de explicarme en tan sólo una hora, con su humildad y brillo de siempre. Obviamente que aprobé con buena nota.
Otro día, en clase con Vasconi, siempre sentándonos atrás para hablar de cualquier cosa, pensábamos cómo incomodar al profesor y fue allí que se le ocurrió que habría que preguntarle si la Nada en Hegel era absoluta o relativa. Y Vasconi carraspeó, dudó y prometió que para la próxima clase estudiaría el tema y tendría alguna respuesta.
Aprendimos a ver cine con Salvatori: “Amarcord”, “El hombre elefante”, las de Woody Allen y de Kubrick, y tantas otras. Él siempre tenía una interpretación que no se nos había ocurrido. Y cuando en tercer año no estábamos pasando por el mejor momento de nuestra relación como condiscípulos, busqué desafiarlo con el nominalismo de Fredegiso de Tours cuando cursábamos Filosofía Medieval. ¿Para qué? Pobre triunfo pasajero…
Ya graduados nunca nadie pudo descontar la diferencia que había entre nuestras básicas enciclopedias y la que podía exhibir Mario. Recuerdo haber sido el primero de nuestro grupo en graduarme. Salvatori posiblemente haya sido de los últimos. Y aunque no tenía aún título universitario fue al primero que le ofrecí trabajo como docente, en 1984. Y como tal, siguió brillando. Siempre.
Hace unos días Mario Juan Salvatori murió, a sus 68 años. Y sentí aún mucha más tristeza que cuando me enteré del asesinato de John Lennon o de la partida de Umberto Eco. Porque era la pérdida irreparable de un intelectual de nota. Y de una buena persona. Lo digo otra vez: el mejor de los nuestros.
Situaciones límites como la muerte nos sacuden y hacen pensar en la precariedad del ser, en nuestra fragilidad existencial y en que, como bien dice Ricardo Soulé en su versión de “La Biblia”, todo tiene un tiempo bajo el sol.
Los pensadores también mueren, aunque los creamos inmortales. Quizás porque sus pensamientos trascienden el tiempo.
Estoy en Milán, mirando lo que fue la biblioteca del insigne filósofo Umberto Eco, hoy compartida con Boloña, sin llegar a entender cómo pudo leer tanto. Y apesadumbrado por no haberme podido despedir de Mario Salvatori, nuestro hombre que lo sabía todo.