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Ventanas del rock

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Por Ernesto Edwards/Filósofo y periodista @FILOROCKER

Miradas, ventanas y rock para intentar entendernos

Ser mirados y mirar han sido siempre tema de reflexión. Unas veces con una mirada directa y frontal, y otrassolapadas, invadiendo la privacidad del otro desde la clandestinidad. A veces por curiosidad, y otras por necesidad, sea saludable o perversa. 

Aristóteles hablaba de que los humanos tenemos una necesidad que va más allá de lo fisiológico: es la necesidad cognoscitiva. Tal como el filósofo afirmaba, “el hombre ama saber”. Y esa bien puede ser nuestra excusa.

Se ocuparon de la mirada la filosofía, la antropología, el psicoanálisis y la religión. Y queda claro que todos estamos expuestos a la mirada del otro, del tipo que sea. Y también se ocupó el cine, que a través de “La ventana indiscreta” (1954) el maestro del suspenso Alfred Hitchcock nos muestra cómo podemos obsesionarnos espiando a nuestros vecinos. 

No menos filosófico fue el planteo de Michel Foucault con el estudio del panóptico, aquella edificación cuya estructura permite observar la totalidad de una superficie desde un solo lugar, para así facilitar el control de sus moradores.

Para Jean-Paul Sartre es a través de ser mirado por lo cual el Otro se nos hace presente, como también nosotros nos revelamos a nosotros mismos. Menciona tres tipos de reacción frente a esta mirada: miedo, vergüenza y orgullo. Miedo porque pensamos que nuestra libertad peligra ante la libertad del Otro. Esta mirada, dirigida hacia cualquiera de nosotros, nos impacta, poniéndonos a la defensiva. Sentirse mirado es percibir y sentir la existencia absurda que somos, con el fundamento de lo que somos, fuera de nosotros. Seguramente por ello afirmaba que “El infierno es la mirada del otro”. La vergüenza sobreviene porque esta mirada del Otro nos cosifica, nos convierte en objetos. Y nos juzgan. Pero también la misma mirada provoca ese orgullo de saber que nos están confirmando que somos. Que existimos. Me miran, luego existo. Aunque nos poseen, nos alienan, nos modelan, nos configuran, nos condicionan. E incluso, nos determinan a través de ella.

Para Jacques Lacan la mirada tiene una función escópica. Es pulsional. Siempre queremos mirar al Otro. Y ella es condición necesaria, nunca suficiente, para constituirnos como sujetos. Por lo cual, si esa mirada se ausenta no podremos ser sujetos de deseo. Y si nada la limita, nada impedirá que nos devoren, que nos destruyan. Tal su importancia.

No podemos mirarnos a nosotros mismos. Nunca tal como lo hace el Otro, desde esa perspectiva y ajenidad. Pueden ayudar las fotos, las filmaciones, los espejos. No será suficiente. 

“Pero me hice un buen voyeur”, confesaba Fito Páez. Con “Persiana americana” Soda Stereo se aproxima al voyeurismo, el inconfesable placer perverso de espiar, sea para atisbar el misterio de la sexualidad del otro (“tus ropas caen, lentamente. Soy un espía, un espectador”), o sea disfrazado de control necesario por abusivas razones de seguridad -como en el clásico acechador de “Every Breath You Take” de Sting-, nos sigue exponiendo al riesgo de la claudicación de nuestra libertad. No somos libres en cuanto hay otro que puede ver todo de nosotros, incluso aquello que pretendemos ocultar. Tal vez esa sea la causa del temor desproporcionado hacia ese Dios que todo lo ve. A esa elaborada construcción racional que es la base de la culpa con la que juega toda religión. 

Asociable a lo dicho, “Historias de New York” tiene un cuento de Woody Allen mostrando una madre omnipresente, gigantesca, que todo lo ve, juzgándolo, llenándolo de culpas. Porque el Otro nos hace algo que nosotros no podemos. Como esos “Ojos sin un rostro” de los que hablaba Billy Idol.

También están los que gozan siendo mirados. O se les presenta como una necesidad imperiosa. De exponerse, de destacarse marcadamente, de ser llamativos. Excesivamente. Con un exhibicionismo que no llega a la perversión pero que queda a sus puertas. Es que durante muchos momentos de nuestras vidas parece que estamos en la búsqueda de cierto reconocimiento. Porque si nadie nos mirara, ¿cómo sería nuestra existencia? ¿Cómo podríamos constatarla? ¿Quiénes nos confirmarían? ¿Es pensable como normal una vida de aislamiento y solipsismo, sin vínculos sociales? Ese reconocimiento se pretende que esté acompañado con una aceptación que coincida con lo que queremos ser, mostrar, convencer al Otro. Por lo cual algunos se sienten obligados a aparentar. A veces durante todo el tiempo. Porque el peligro de la mirada constante del Otro ciertamente nos acecha. Los dispositivos electrónicos a la mano de cualquiera, junto a los perfiles personales en redes sociales así lo demuestran.

Y es en esa posibilidad de ser mirados que la misma puede generarnos violencia. Provocarnos. Porque a veces la sola existencia del Otro puede ser suficientemente violenta para cualquiera de nosotros. Porque el otro se presenta como un obstáculo en nuestro proyecto de ser. Pero además de inducirnos a la guerra o a construir un muro alrededor nuestro para evitar ser mirados, una tercera alternativa ha sido, a través de los tiempos, la de entablar una conversación. 

Filósofos del diálogo como Emmanuel LévinasMartin Buber y Gabriel Marcel entendían al encuentro con el Otro como un acontecimiento fundamental de salvación y redención de la Humanidad, y por tanto, un deber ético universal. Tenemos la obligación de ver, pero siempre existirá el riesgo de la ceguera. No una orgánica, sino funcional. Aquella que impide mirar, aun viendo. “Ver para creer”, solicitaba como condición atribuida al Apóstol Tomás, pero muchos ni aun así. 

Esta necesidad de diálogo suena a ingenuidad en tiempos actuales, con una Posmodernidad con caracterizadores culturales que pivotean sobre el individualismo extremo, las relaciones superficiales y la ausencia de solidaridad. La vida es elegir y posicionarse permanentemente. Cada uno se coloca del lado con el que más se identifica y coincide con sus valores, creencias y principios. Y también con sus necesidades. Como sea que nos definamos, los cruces de miradas de un lado a otro van delineando un universo en el que existimos, expuestos, aunque algunos busquen ocultarse tras una heideggeriana “existencia inauténtica”.

No es casual que el rock le dedicara páginas de relieve a la problemática de la mirada. “El ojo blindado que me has regalado me mira mal”, se quejaba Luca Prodan en un desvelado delirio. “Veo el ojo que me mira. No sé qué esperáis de mí”, y toda la incertidumbre existencial de Fito Cabrales. También, en “El roce de tu cuerpo” apunta a esa mirada penetrante y seductora: “Recuerdo tus labios, y esos ojos que al mirar casi hacen daño”. Charly Garcíaalguna vez confesó: “no hay señales en tus ojos, y estoy llorando en el espejo”. También pedía que no sigamos mirando con aquellos “ojos de videotape”. 

Vayamos ahora a la especificidad de las ventanas, esas aberturas que nos muestran el mundo, el paso del tiempo, el ir y venir de la gente, y nos ponen a salvo de climas inclementes. El universo del rock algo dijo sobre ellas. 

En nuestra prehistoria Kano y Los Bulldogs en “Sobre un Vidrio Mojado” escribieron su nombre sin darse cuenta. Litto Nebbia en tiempos lejanos hablaba de “La Ventana Sin Cancel”, para advertir: “Cuidado, Julieta, estás acumulando sombras en los vidrios”.

En “La Miel en tu Ventana” Luis Alberto Spinetta revelaba “No deja de tentarme en las mañanas la miel que deja el sol en tu ventana. Un joven Andrés Calamaro hace saber: “Miro por la ventana. Un viejo pelado ha tomado unas copas de vino en el asado. También los rosarinos de Cielo Razzo grabaron “Ventana” para contar una historia cotidiana. 

En el orden internacional destacan “Janela da Favela” (Ponto de Equilibrio), “Window in the Skies” (U2) y “Window Shopper” (50 Cent). Y con mismo título conviene mencionar “Window” (Genesis) y “Window” (Fiona Apple).

Luis Alberto Spinetta, nuestro filósofo místico del rock, conocedor de la importancia de la mirada -y del amor-, en su disco “Los ojos” cantaba: “Márcame, y marca con tus ojos a los navíos y las almas. Tan sólo quítame las penas…” Años antes, en tiempos de Pescado Rabioso, con “Artaud” señalaba, a pesar de tanta exposición, “No estoy atado a ningún sueño ya. Las habladurías del mundo no pueden atraparnos”. Mientras anunciaba “Y ya al acariciarme me darás los espejos que son de tu día del alma…”

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