Por Ernesto Edwards/Filósofo y periodista @FILOROCKER
Recuerdo al gran realizador neoyorquino desde un relato personal
El pasado 30 de noviembre Woody Allen cumplió 89 años. A quien conocí hace algunas temporadas en Manhattan.
A tanto llega mi admiración, que he logrado reunir el catálogo completo de toda su filmografía como director tanto en DVD como en BluRay, siempre con la vana idea de alguna vez hacer un ciclo privado, en casa, viendo de corrido las 50 películas dirigidas por este notable realizador.
Es sabido por quienes me conocen que desde hace un tiempo recorro habitualmente el Principado de Asturias, al norte de España, donde su capital, Oviedo, tiene la única estatua del mundo que rinde homenaje a Woody Allen, en recuerdo de haber filmado en dicha ciudad parte de su recordado filme “Vicki Cristina Barcelona”. Y cada vez que paso por la ciudad de Uviéu, a modo de testimonio de mi paso por ahí, me ha quedado el recuerdo de alguna foto al lado de su monumento.
De todos modos, el mundo no parece haber mejorado nada en estos años que pasaron desde que lo vi personalmente por única vez. Quizás porque el privilegio de apreciar “Golpe de suerte” (2023), su hasta ahora más reciente filme, y quizás el último de su vida, estuvo restringido a quienes a finales de septiembre pasado estuvieron dando alguna vuelta por Europa, especialmente por Francia, España o la Bienal de Venecia, en Italia. Incluso en nuestro país tuvo (y tiene) una circulación restringida en alguna que otra sala.
Es la película número 50 en la filmografía de Woody Allen. O 51 si aceptamos que “Whats Up, Tiger Lily”fue su producción iniciática en los tempranos años sesentas. Pero “Golpe de suerte” quizás fue la última. Para que nos ubiquemos en su temática, es como si viniera a completar una pentalogía que comenzó con “Crímenes y pecados” (1989) y siguió con “Match Point” (2005), luego con “El sueño de Cassandra”(2007) y parecía haber cerrado con “El hombre irracional” (2015), y que no fueron otra cosa que las presentaciones de nuevos dilemas morales y sus cavilaciones sobre la culpa, a lo que ya nos tiene acostumbrados Allen.
Y por la excesiva difusión que viene teniendo desde hace algún tiempo, casi al modo de una orquestada campaña difamatoria que viene buscando la cancelación de Woody Allen, es que quiero explicar por qué, en su momento, fui a ver a Woody Allen tocar el clarinete en New York City.
No me atrae el jazz. Tampoco ir a escuchar a un clarinetista. Mucho menos si quienes tocan son un grupete de amigos con notorias diferencias entre ellos en cuanto a virtuosismo instrumental.
Todo sucedía, en ese entonces, desde hacía poco más de diez temporadas cada lunes de unos cuantos pero pocos meses del año, en el Café Carlyle del mítico Rosewood Hotel, vecino al Central Park, en New York City. Allí, Woody Allen junto a un banjo, una trompeta, un saxo, un contrabajo, un piano y una batería, a lo largo de poco más de una hora, recorrían, entre repertorio e improvisaciones, algunas buenas melodías jazzeras. No importa cómo tocaba Woody. Era de modesto para abajo. Le ponía ganas. Se notaba que sabía cómo debería hacerse, pero no le salía. A nadie le importaba demasiado.
Él llegaba solo al elegante y poco espacioso saloncito del Carlyle, donde cuatro categorías de asistentes esperaban para ver de cerca a una leyenda viva del cine. Entraba sin saludar, nunca miraba al público, salvo al final, cuando esbozaba una especie de sonrisa, guardando el clarinete en su maletín, y cruzando entre el gentío, se iba. Mi hijo Garret y yo lo acompañamos a su camarín e intercambiamos algunas palabras. Escucho decirle (en inglés): “yo miraba tus películas cuando era chico, en VHS, acompañado por mis padres…” Era Garret, que le siguió contando no sé qué cosas mientras el viejo maestro sonreía amablemente. Me pareció un gran momento, y les saqué una foto. Yo también quería una al lado de quien tanto admiro por su talento artístico. Luego del saludo final, ahí sí Woody se despidió entre la bruma de la fría noche.
Esto que cuento no es sobre una salida familiar para ver un espectáculo de entretenimiento. Un pasatiempo en la gran ciudad, la que nunca duerme. No. Fue una meditada decisión con marcado sustento ideológico. Paso a fundamentarlo.
Sería innecesario aludir a Woody Allen con referencia a los Objetos Culturales. Ya es sabido que su quehacer creativo produce innegables textos de lecturas filosóficas. Sus guiones, sus películas, son desde hace más de medio siglo como libros donde pueden realizarse diversas lecturas que son claves de interpretación acerca de la existencia y el pensamiento.
Allen, en particular, gran conocedor y divulgador del Psicoanálisis y de la Filosofía, ha propiciado que a través de su ácido e irónico humor, unas veces, y de sus logrados dramas, otras, podamos debatir sobre los dilemas morales que plantea.
Esta reflexión no es fundamentalmente sobre la obra artística de Woody Allen, ni sobre sus merecimientos y reconocimientos. Es, sí, en ocasión de haber decidido ir a verlo justo en el momento de mayor cuestionamiento mundial hacia su persona.
Aunque he recorrido con detalle y atención casi toda su filmografía ello no me acredita como un conocedor de Woody Allen persona. No tengo la menor idea de cómo es fuera de las luces del negocio del cine. Podría especular a la luz de su gran obra, pero no siempre las obsesiones son las mismas que en la vida real. Lo que sí es cierto es que de todo lo que lo acusaba Mia Farrow, su exesposa, y dos de sus hijos, en cuanto al supuesto abuso de la hija de ambos cuando la misma era menor, tanto los Servicios de Bienestar Infantil de New York como el Hospital Yale New Haven de Connecticut concluyeron, independientemente, que el mentado abuso no existió nunca.
Dicho del modo que sea, Woody Allen no es culpable de nada de lo que fue acusado, siendo una pobre víctima de una ex despechada. Decirlo así parece ir contra toda la corriente de un aparente movimiento feminista que no es otra cosa que una versión degradada de lo que fuera en los gloriosos ‘60s, aun cuando enarbole estandartes de defensa de respetables cuestiones de género.
No deberíamos dejar de considerar que lo de Woody Allen, lo de no reparar en que fue encontrado inocente de todo cargo, y aún así insistir con que es un monstruo, se inscribe en este período de posverdad, de fake news y de una casi salvaje cacería de brujas. Sí es cierto que resulta extraño eso de casarse con la hija adoptiva de la Farrow. Pero ese es otro tema. Y ni siquiera es motivo como para que me haga pensar si debo diferenciar entre la persona y su obra artística, siempre en caso de alguien con una obra admirable y una vida privada cuestionable.
Y también que nunca sabré cómo es realmente como persona Woody Allen. Quizás un gran tipo, tal vez un hombrecito acomplejado e inseguro (como parece haber querido convencernos en sus películas), o posiblemente un incalificable mal bicho.
Por todo eso, y porque la rebeldía de los hombres libres la expresamos en el campo del pensamiento y de las acciones, fue que decidí, en el momento de su mayor cuestionamiento, ir a verlo a Woody Allen.
No obstante, hoy está casi cancelado por obra del odio de unos pocos pero influyentes ignorantes. No es justo.