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Los asuntos pendientes

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Por Ernesto Edwards/Filósofo y periodista @FILOROCKER

Diferenciemos entre listado de asuntos pendientes y propósitos de año nuevo. Qué dice el rock

Cada vez que un año termina, y apenas comienza el otro, muchos piensan en lo que todavía no se hizo en la vida, y qué se pretende concretar para la temporada siguiente.

Martin Heidegger afirmaba en “Ser y Tiempo” que la medida del cambio, del devenir, es una interpretación del ser del hombre en la dirección de la temporalidad, descubriéndose el tiempo como horizonte trascendental de la pregunta por el ser. Dicha temporalidad se revela fundamentalmente frente a la muerte y la preocupación, ante cuya conciencia se manifiesta más nítidamente su finitud, su fragilidad, su precariedad, su limitación existencial; fronteras de cualquier proyecto de ser.

El final de cada año, y el inicio del siguiente, no es otra cosa que una expresión de convención, y por tanto arbitraria, pero sin embargo aceptada universalmente aún por los que proceden de culturas diversas que se guían con calendarios diferentes. Ante cada 31 de diciembre, y los primeros días del siguiente enero, nos encontramos con ese límite bien preciso que, aunque intentemos evadirnos de la tarea, nos provocará pensar en balances personales y cuadros de resultados, pero también en la necesidad de recalcular proyectos y asuntos pendientes para el nuevo ejercicio de un comienzo inminente.

Quede claro que todo esto en mucho dependerá de la edad que tengamos cada uno de nosotros. No es lo mismo a los 25 años, que a los 50 ni tampoco a los 75. En el primer caso, salvo imponderables, queda todo el resto de la vida para intentar lograr tales objetivos, planteándonos incluso etapas de un prolongado proceso. Porque tiempo, en algún sentido, es lo que sobra. No es lo mismo con cinco décadas a cuestas: ya se vivió poco más de media vida, y allí el tiempo empieza a apremiar. A los 75 sabremos que no parece muy razonable diagramar un cronograma de resultados que supere, con viento a favor, los próximos cinco o diez años.

Hace ya casi dos décadas, con el estreno de “Antes del final”, (“The bucket list”, EEUU, 2008), con Morgan Freeman (Carter Chambers) y Jack Nicholson (Edward Cole) en los roles protagónicos, nos enteramos de que el profesor de Filosofía de Carter en sus años más jóvenes le indicó como tarea elaborar una lista de deseos, o, mejor, de asuntos pendientes en la vida. De todo aquello que no querría perderse de hacer y experimentar antes de morir. Esa lista elaborada décadas atrás, con el despliegue de su existencia y el consecuente paso del tiempo, lo siguió acompañando, viendo cómo generalmente aquellos sueños no encontraban la mejor oportunidad para cristalizarse, y se iban modificando y readaptando, hasta casi no sólo cambiarse por completo respecto de la original, sino hasta casi extinguirse. Aunque aún conservara el añoso papel del primer “bucket list”.

Este mismo ejercicio lo tuve, durante años, incorporado en mi listado de talleres vivenciales de Filosofía que proponía en cada clase con mis alumnos de la Universidad. Nunca mejor didáctica que aprender a través de la propia experiencia de pensar, sentir y compartirlo.

Esas listas no difieren demasiado de las metas, proyectos y objetivos que nosotros mismos nos vamos fijando para cada temporada, generalmente tratando de que sean lo más realistas posibles y a la espera de concretarlos. Pero no siempre resulta. Y estaremos ante la necesidad de volver a repensar todo, con la esperanza de que el año por venir nos resulte más favorable. Todo ello, sin perjuicio de recorrer mentalmente el año que ya está finalizando, y detenernos en éxitos, aproximaciones y fracasos. Algunos focalizarán en cuestiones emotivas y sentimentales, y otros en aspectos más materialistas y pragmáticos. O en un armónico equilibrio entre ambos. Y, una vez más, descubrir que nuestro listado en cuanto a cumplimientos quedó incompleto.

Dejemos en claro que no son lo mismo el listado de asuntos pendientes que los propósitos de año nuevo. Los primeros no tienen la premura ni la urgencia de aquellos que saben que el final del plazo existencial ya asoma, pero que habrá que realizar alguna vez antes de morir. Los segundos son los objetivos que nos fijamos para el año que comienza, y ni un minuto más.

En el caso que sea, cualquiera de los dos listados deben incluir solamente intenciones que no estén abandonadas a su suerte, que dependan del puro azar. Desde hace un tiempo me he propuesto ganar el primer premio de alguna lotería. Pero no tengo una gran inclinación por el juego. Mucho menos una ludopatía. No concurro ni a bingos ni a casinos. Ni siquiera compro billetes con asiduidad ni tengo algún número favorito. Mucho menos compro una fracción mayor a un décimo. De tal modo que si alguna vez llegara a suceder que ganara el primer premio de lo que sea no habrá sido producto de mi empeño ni de haber aplicado alguna estrategia para lograrlo. Ni tendrá el mismo valor que, por ejemplo, haber publicado un libro sobre un ensayo al que sí le dediqué cierto tiempo para redactarlo.

Sobre todo esto que estamos cavilando en este artículo también se ocupó el rock, de tan vinculado que está con el tiempo, ese existenciario clave en las reflexiones de cualquier pensador que se precie de tal. “Déjate llevar si el alma te lleva. Duele el corazón cuando te lo dejas. Cerca del final, donde todo empieza”. Así lo ve Fito Cabrales, desde Los Fitipaldis, cuando un epílogo bien puede ser un nuevo comienzo.

También es posible que el año que terminó no nos haya alcanzado para tantos propósitos. Porque “El tiempo es veloz”, cantaba David Lebón. Especialmente cuando nuestras edades van avanzando y el plazo existencial de cada uno parece acortarse cada vez más. Pues lo que antes proyectábamos para veinte o treinta años en el futuro, no parece razonable hacerlo cuando las hojas del almanaque fueron cayendo copiosamente. Es que el tiempo pasa, y nos vamos poniendo “tecnos”, como bien parafraseaba Luca Prodan a Pablo Milanés, en su alusión a la posmodernidad y sus reconocibles caracterizadores de individualismo, aislamiento y carencia de solidaridad.

Algunos, como Kutxi Romero, pueden confesar: “Me trajo un golpe de mar en el año del conejo”, quizás por haber nacido justamente en julio del ´75, y creer que ello marcó un sino. Enrique Bunbury avisaba que “El tiempo de las cerezas nunca llega en noviembre”, casi como en un críptico y polisémico hexagrama del I-Ching que enuncia nunca antes, nunca después. Y Kiko Veneno, en “Año nuevo”, se resigna: “Otro año que se va para siempre. Uno nuevo arrancó”. Porque así prosigue el ciclo, que parece infinito, pero no para el ser humano.

Andrés Calamaro, en sus tiempos de flamenco rock liderando Los Rodríguez, al momento del brindis y el recuerdo, confesaba “Porque la vida es dura por el fin de la amargura, brindo porque me olvido los motivos porque brindo”, tal vez por eso de no estar pendiente y dejar que todo fluya. Y en “Diez años después”, premetafísico anticipaba que “Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar, no te olvides que soy distinto de aquél, pero casi igual”. Y lo decía como haciendo un perfecto equilibrio entre Heráclito y Parménides. 

Los de Attaque 77, pesimistas como buenos representantes del punk rock, nos anuncian: “Año nuevo, vida nueva. Año nuevo, impuesto nuevo… Año nuevo, sin champagne. Sin pan dulce, sin caviar”. Y los de la banda cordobesa Telescopios, en “Año nuevo”, desde su perspectiva orientan a vivir a toda velocidad lo que en cualquier momento puede terminarse. 

En “New year’s day”, los irlandeses de U2 esperanzados anuncian: “Todo está tranquilo en el Día de Año Nuevo. Un mundo en blanco se pone en marcha…” Y en “A thowsand years”, Sting reflexiona sobre las oportunidades que pueden presentarse con cada nuevo comienzo: “Mil años, mil más. Mil veces un millón de puertas a la eternidad”. 

Con “Un millón de años luz” Gustavo Cerati parece introducirse en las complejidades de ese modelo matemático que conocemos como Espacio – tiempo, donde ambos conceptos se vinculan indisolublemente: “Del fuego vino el diluvio. La nave vuelve a partir. Y mi alimento son las cenizas de una noche larga”. Que tal vez nos deje ver otro amanecer. 

Sí, otro año terminó y el siguiente comienza, y más allá de que tengamos sensibilidad social y nos preocupe el futuro inmediato del país, es posible que nuestra lista de asuntos pendientes siga sin completarse, y que estemos pensando en aquello que nos quedó como evidencia de un aparente fracaso. Y en si tendremos nuevas ocasiones para intentar lograrlo. Mientras tanto, el incomparable himno “Dream on”, el de Aerosmith, vuelve a recordarnos, con incomparable filosofía existencialista, que “Cada vez que me miro en el espejo, todas esas líneas en mi cara haciéndose más claras. El pasado se ha ido. Pasó como el amanecer a la noche”. Así de fugaz es todo.

Parece que fue ayer, pero ya pasó medio siglo desde que León Gieco cantaba esa canción que decía: “En la oficina del trabajo, llegando el año nuevo, todos se pelean por ese maldito ascenso”. Eran los dolorosos tiempos “de pensar en nada”. Porque estaba prohibido pensar. O era muy peligroso. O venía cualquiera que con arma en mano se creía con derecho de pensar y decidir por nosotros.

Mi reiterado propósito de este año sigue siendo difundir y divulgar la Filosofía. Desde esta columna, retomando mi podcast, y desde cualquier plataforma que me lo permita. Para colaborar en eso de que puedas seguir pensando con independencia y sacar conclusiones propias. De eso también se trata la libertad.

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