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La primera escuela

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Por Ernesto Edwards/Filósofo y periodista @FILOROCKER

Un filme francés aborda los inicios de la escuela rural, mientras reflexiona sobre educación

Hace pocos días se estrenó en las principales capitales europeas una producción de origen francés, “Louise Violet” (presentada en España como “La primera escuela”), que se inscribe en el exclusivo listado de buenas realizaciones que ayudan a pensar la educación, la vida, los proyectos y las ideologías.

La película, un conmovedor e inspirador drama histórico dirigido por Éric Besnard, ambientado en Francia a finales del siglo XIX, más precisamente en 1889 -justo cuando se cumple el centenario de la Revolución-, comienza con una maestra de mediana edad sentada frente a un funcionario gubernamental que le anuncia que ha sido designada para ocupar el cargo de docente de nivel primario en una escuelita rural, en un pueblito alejado de todo, en la campiña francesa. 

También le anticipa que no cree que el cargo pueda estar bien cubierto por una mujer, que le da como máximo tres meses para que pueda aguantar lo que le espera, que si cumple el período de designación de tres años podrían ofrecerle un destino mejor, y, aquí viene lo más importante, le dice que le están dando demasiado considerando lo que ha hecho. Un inconfesable secreto del que nos iremos enterando con el desarrollo del filme.

El contexto histórico nos dice que se ha implantado, desde el gobierno de la República, la educación obligatoria, laica y gratuita. Y todo ello será lo que llevará a Louise Violet (excelentemente interpretada por una cautivante Alexandra Lamy) a un pueblo agricultor de escasos habitantes (filmado en Chalencon), que teme y rechaza el cambio -demasiado veloz para su idiosincrasia-, y que prioriza el trabajo en el campo. Y que, ya lo verá, sus adultos no ven con buenos ojos que sus hijos terminen sabiendo más que ellos.

Su perseverancia, su vocación, sus fuertes convicciones, propiciarán que pueda vencer las resistencias iniciales de una comunidad patriarcal cerrada a los avances. Su capacidad de resiliencia es notable. También su determinación para sobreponerse a lo peor. Será así que nos enteraremos de que tuvo una intensa militancia contestataria -entre un activismo comunista y acciones anarquistas-, y que en un enfrentamiento con las autoridades morirán su esposo y sus hijos, y que a ella le esperarían diez años en prisión.

A su llegada al pueblo, será tratada entre la indiferencia y el rechazo, mientras atraviesa sus polvorientas calles, hasta llegar a la casa del intendente, el único del pueblo con un poco de dinero propio como para diferenciarse de los demás. El hombre, maduro, vive en una modesta casita junto a su madre, y alojará a la docente en un establo, hábitat de una vaca de la familia, y que será también el eventual salón de clase, si es que consigue convencer a algún padre para que mande sus hijos a estudiar con la maestra. Será así que el funcionario municipal, quien además es su jefe y la tiene de secretaria como extensión de sus funciones, llegará a interesarse especialmente por esta mujer interesante y atractiva, que no le da ningún pie como para que se haga ilusiones a nivel sentimental.

También será clave en la historia la presencia del cura. Primero desde un lugar crítico, apuntando a las creencias y a las dudas de la maestra, mientras el religioso comparte la actividad de la siembra con el resto de los habitantes, que no distingue entre sexos ni edades.

No menos importante será el rol del cartero municipal, quien en el colmo de las indiscreciones será el culpable de difundir los secretos de la docente, al abrir los sobres y husmear en sus contenidos, para luego propalarlos con todos.

Mientras, Louise Violet dejará frases como para que se inicien en un pensamiento crítico. Tales como “La ignorancia causa mucho sufrimiento”. O esta otra, de rigurosa actualidad: “Pagar mal a los maestros arruina la profesión”. Y no menos importantes como este interrogante: “¿Cómo podrán aprender a ser ciudadanos si no conocen la Historia de su país?”

También irá enseñando que “La Escuela debe preparar para el cambio y el progreso”. Y que “Todos quieren aprender” (“El hombre ama saber”, como afirmaba Aristóteles).

Más tarde, sobre el final, algo con lo que acordamos todos: “Nunca impondría mis ideas a los niños”. Ética docente al servicio de enseñar. Especialmente cuando alguien se atrevió a dudar de su escala axiológica, sugiriendo que podría llegar a adoctrinar a los niños. Algo que nunca sucedió. Porque hay maestros en nuestras vidas que, por buenos, resultaron inolvidables. Y también de los otros, que pueden arruinártela. Ambos se recuerdan por igual. Pero los primeros son los mejores.

Con una escenografía de máxima belleza no parece casual que Louise esté permanentemente acompañada de su cámara fotográfica y un trípode que le permite saciar su necesidad de registrar personas, lugares, momentos. Porque sabe que esos registros formarán parte de la historia, dándole colores y texturas al relato, entre las luces y las sombras que proyecta nuestra heroína.

Ya cayeron los títulos, y uno de los niños, el más reticente a escolarizarse y estudiar, terminará de empotrar una precaria repisa en la que acomodará el único volumen de su biblioteca: un diccionario. Mientras se acerca a la humilde mesa a compartir el desayuno con su padre y su hermanita, pensará: “Mi padre no tenía nada. Yo tengo un libro. Y mi hijo será un señor”. Todo dicho. La movilidad social a través de la educación. El derecho a aprender. El libre acceso a la formación. Y, claro, el conocimiento es poder.

Transición a los créditos. Final. De una gran película, que merece verse.

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